La Torre
30/03/2013
LA TORRE
Tendemos a
pensar que existen rincones de nuestro país que apenas se conocen o que ni
siquiera están en el mapa. Hoy no es necesario tener el libro o mapa donde
seguro que hacen, aunque sea, una pequeña referencia. Internet nos da la
posibilidad de encontrar mapas e imágenes del más inhóspito rincón.
Y así fue
como me encontré estas imágenes y en el
mismo instante me dio un vuelco el corazón. Sí, ¡¡Es la Torre!! . Las reconocí
nada más verlas sin necesidad de leer de donde eran, siempre han estado en mi
memoria.
Torreperales,
La Torre, es con este nombre como vulgarmente se conoce a esta alquería
entre Negrilla y Topas, pertenece al municipio de Negrilla. Fue una antigua
propiedad de los Dominicos Salmantinos, del Monasterio de San Esteban y estuvo
explotada por renteros hasta que el Instituto de Colonización la expropió y
convirtió lo que era una esplendida ribera, en
regadío. Desde entonces hasta ahora ha sufrido diferentes cambios.
Entre la
ribera y las riberas chicas de los encinares, pastaban los bueyes de labranza
de Negrilla y pueblos de alrededores. Durante bastantes años este fue el lugar
de trabajo de Eusebio, El Ternillo, que estuvo contratado para el
cuidado de la boyada. Vivió en la casa grande con su mujer y diez hijos.Uno de
ellos era yo, María.
En frente,
al otro lado del camino, la casa de Eladio el Montaraz y su familia; justo detrás, a un poco
distanciada, la casita de los pastores que se ocupaba principalmente en las
primaveras y los veranos.
Produce
enorme tristeza ver como los lugares pierden el esplendor de otros tiempos.
No significa
que tiempos pasados fueran mejores, pero durante muchos años en estos terrenos
latía la vida. Algunas familias luchaban al ritmo que aquellos tiempos
imponían, dejando en la lucha horas de amarguras sudores y lágrimas.
Muchas cosas
han pasado desde entonces hasta ahora; los cambios en la alquería han sido
constantes como si no se supiera qué hacer con todo ese campo… Se vende campo,
dijo en su libro Luis Escobar, cuando los campesinos, los braceros y los
ganaderos dejaron de creer en las quimeras de las consignas de “por el trabajo
hasta Dios”, dictadas en las arengas grandilocuentes de los explotadores de
turno, pero vacías de contenido social
y, sobre todo, de pan candeal, carne y esperanzas.
Ahora las
casas parecen quejarse ante la dejadez, la desidia y finalmente la ruina, que,
poco a poco, las hacen desaparecer entre el silencio y el olvido. Sus muros
encierran las luces y las sombras, espectros transparentes de los que vivieron
luchando por sobrevivir en una época en la que nada era fácil.
Afuera de
las casas, todo era campo y encinares, prado y riberas, fresca alameda y
esa fuente, hoy casi anegada, que quitó tanta sed a caminantes y lugareños.
El duro
invierno daba paso a la primavera que, si las lluvias eran propicias
se presentaba suave para poder disfrutarla plenamente, gozando con los colores
que espontáneamente brotan por cada uno de los
rincones a los que llegaba un rayo de sol.
Los
alrededores de las casas se cubrían de un manto verde, cuando la hierba crecía
con fuerza pero que, ovejas y cabras, se encargaban de mantenerla rapada
dando ese aspecto de vida de orden y limpieza que tiene el campo bien cuidado.
En esta época el camino de La Torre se
convertía en paseo de la gente de los pueblos cercanos que, a menudo,
también organizaban meriendas. Entonces esta alquería parecía vestirse de
fiesta, pues eran esos momentos los
que daban un poco de color a la
monotonía diaria.
Pero hoy
buena parte del terreno colindante a las casas se ha roturado y parece
amenazar a las propias casas que se caen a trozos y que me temo ya tienen otro
destino.
Eusebio
Calzada, mi padre, pasó por esta vida sin hacer demasiado ruido. Decidido,
hábil en todo lo que tuviera que hacer y tratar, evitaba, como él decía, los
malos quereres. Repetía una y otra vez la muletilla “Vale más ser amigo que
enemigo”. Era la consecuencia del miedo,
de vivir en un tiempo en el que no eras nada, solo un trabajador
incansable que a nada que te descuidaras podías
perder lo poco que con el esfuerzo, el sudor y el coraje de muchos años,
hubieras conseguido.
Recién
casado se instaló en Espino-Arcillo, en plena guerra civil. No hizo la mili, dicen
que por estrecho de pecho. Más tarde
tampoco lo llamaron para incorporarse a la guerra, también dicen qué porque
alguien le echó una mano… No debió ser la misma que más tarde le dio una paliza
junto a las piedras del cementerio a su hermano Cándido. Pero eran tiempos en
que la rabia se pagaba con las lágrimas del silencio. Sabiendo a ciencia cierta
quién era el autor de esta
“hazaña”, tenía que hacer esfuerzos para aguantarle la cara cuando tenía
que tratar con él. Otra vez las cadenas del miedo, de la impotencia y de la
ignominia candaron las bocas de los pobres con los cerrojos del silencio. Durante muchos años apenas
comentaba, ni esto, ni todas las cosas que alcanzara a ver subido en una encina
en las noches que pasaba cuidando los bueyes. El corazón se le debía salir
cuando veía pasar los camiones por delante del chozo donde dormían su mujer y
sus hijos . Más tarde, no muy lejos, el ruido de los disparos le helaban el
corazón, sabiendo que otros amigos y
conocidos no verían ese nuevo amanecer que predicaban los acólitos de los
criminales, los chivatos del régimen, las legiones de envidiosos, embusteros y
mal nacidos que vaciaban las casas al tiempo que llenaban los cementerios … ¡El
miedo es libre y tiene nombre de muchas cosas!
Nunca
renegó nuestro padre de su suerte,
porque como él decía, alguien que no tiene tierras de
labranza, en esos tiempos de miseria, no le queda otra que vivir de jornales, y
si tienes la suerte de que te ofrezcan casa, la posibilidad de tener ganado
propio y alimentarlo en la misma finca, algunas pesetas al mes y, unas fanegas
de trigo al año… te puedes dar con un canto en los dientes, porque todo esto
bien administrado te permitía pasar el año alimentando a la familia
decentemente.
Con estas
condiciones y seis hijos, se instaló en la Torre. No había echado mal trance,
otros estaban peor. Incluso los que tenían tierras tenían que estar pendientes
de mirar el cielo, ese cielo que en Castilla es tan alto por que los labradores se pasan el día
mirándolo, pidiendo a Dios que el clima les ayudara a que las cosechas fueran
cuantiosas, porque si el tiempo no se
daba bien, muchos podían pasarlo mal.
Tampoco era
fácil organizar y administrar todo el ganado al que tenías derecho, que se
llamaba excusa y que venía a ser como un complemento del sueldo efímero que te
pagaban; en esto te las tenías que ingeniar y trapichear para aumentar la
cabaña. El número de vacas que te dejaban tener eran pocas con lo que el
resultado de la venta de becerros no era suficiente. Lo mismo pasaba con
cabras, cerdos y demás animales, si ponías más, no se tenía que notar mucho, o
tener el beneplácito o la vista gorda del encargado, que por otra parte se encontraba en las mismas
condiciones.
La
supervivencia del ser humano en tiempos de miseria, agudiza el ingenio y la
mente se aferra al terreno en busca de
mejorar las condiciones de vida de la única forma que sabes hacer, trabajando y
sacándole todo el provecho que seas capaz, aunque para ello tengas hasta que
arañar esa tierra que te da el sustento. Con el ánimo sereno que la naturaleza
trasmite pero con fuerza, los ojos de Eusebio veían, no solo en las riberas,
también en el monte, las posibilidades necesarias para sacar adelante una
cantidad de ganado propio que se convertirían en la ansiada moneda a la llegada de la feria. El monte casi
bravío, más abrupto, menos cuidado, guardaba un sinfín de posibilidades para
mitigar las necesidades de un entendido en el campo. Bajo el follaje de las
ramas de las encinas, en los huecos de sus troncos, se resguardaban la mayoría de los animales de caza. Las ramas
mostraban, el fruto más preciado para cebar
los cerdos. Y como no había que mostrarse mucho ante los ojos de amos, envidiosos
o caciques, con el cuidado oportuno, mi padre, vareaba las bellotas de día y
las dejaba extendidas en el suelo, para más tarde ya de noche, sacar los cerdos
de Eladio y los suyos a comerlas. Así se cebaban los cerdos para la matanza y
los destinados a la venta.
Estas y
otras muchas cosas eran el pan de cada día de Eusebio, el boyero de
Torreperales, un hombre de poca envergadura, delgado, con su traje de pana remendado
y su cigarro en la boca; era la figura inconfundible de un hombre aparentemente
frágil, que se pateaba la finca con el único arma en la mano que era un porro, hecho por él mismo de la rama de
una encina. Amaba la naturaleza porque vivía de ella. Y en ese mismo campo que
tanto trabajo le dio, supo disfrutar de las tardes hermosas de la primavera, de
los colores ocres del otoño, de los amaneceres apuntando un nuevo día, o de las
caídas de la tarde, tiñendo de rojo fuego el horizonte, colores y olores
agradables que guardaba en su memoria, para resarcirse de los duros inviernos y
los ásperos veranos del campo castellano.
No, no renegaba de su suerte, tenía bien
asumido qué era su vida y, lo que estaba dispuesto a hacer y soportar para
sacar a la familia adelante, otra cosa era lo que soñaba para sus hijos. Esta debió ser una carga
difícil de llevar, diez hijos eran muchos hijos, para que en sus circunstancias
les pudiera dar lo mejor, ¿Y qué era lo mejor…? Esa vida no la quería para
ellos y, el porvenir que vislumbraba a corto plazo, era tan negro como los
nubarrones de las tormentas que soportaba al abrigo del bardal. Las
noches interminables vigilando el rodeo de los bueyes para evitar las
estampidas, también le daban tiempo para pensar… -¡No, esto no es vida para
ellos, algo tiene que cambiar en esta jodida vida…!
María Calzada.
CONTINUARA...
16 de Abril de 2013
…LA TORRE 2
Cuando
después de muchos años paseas por este lugar, buscando no se sabe qué… el alma
se acrisola de nostalgia. Mis recuerdos son escasos y, seguro distorsionados,
pero empieza a gustarme y emocionarme traer el pasado a mi presente intentando de esta manera crearme un futuro
mejor.
Recopilo en
mi memoria, hablando con mis mayores, los relatos de su vida, y me doy
cuenta que, aunque nos pareciera que la vida discurría
aparentemente tranquila, también estaba llena de sobresaltos y sinsabores
producto de los avatares de la época. Aquí algunos dejaron su vida, y todos
forjaron una parte muy importante de su carácter. Durante algunos años,
preocupados por encauzar sus vidas en otros lugares, huyendo de tanta penuria,
se echaron a la espalda los sinsabores de la tierra que los vio nacer, y
renacieron de nuevo en sus hijos, a quienes todavía sienten cierto pudor al
contarle todo lo pasado.
¡Cuando el
pasado no ha sido tan bueno, cuesta tener que recordarlo sin que el alma sufra!
Otros, me consta, ni siquiera volvieron la vista atrás. Hoy ya
no están entre nosotros, pero su recuerdo, sus esfuerzos, sus nostalgias y sus
lágrimas estarán para siempre clavadas en el corazón.
Recuerdo
como Fermi, mi hermana, me contaba la alegría que le produjo saber que nos
marchábamos de La Torre, Pensaba qué atrás quedaban las caminatas diarias para
ir a la escuela que ya nunca tendría que aprender las lecciones mientras
caminaba, tirar de los más pequeños y aguantar las bromas de los mayores que,
más inquietos, o quizá menos aplicados, enredaban durante el camino.
Para ella la vida en Topas estaría más acorde
con sus inquietudes. Bien ajena debía estar del terremoto que le produjo al
cabeza de familia la noticia; después de tantos años veía incierto el futuro
del trabajo, y tampoco podía intuir en ese momento que nuestro padre, nada más
llegar a Topas, cogió la boyada de pueblo… ¡Más de lo mismo!
No, no era eso lo que ella esperaba, -me lo
contaba un día en medio del “prao” boyal con una ventisca que se nos venía
encima, mientras ayudábamos a nuestro padre a recoger el “ganao”-; a mí,
que apenas tenía seis o siete años y no entendía nada, de aquella forma
de remugar… No era esa vida la que quería, no entendía cómo nuestro padre
había dejado La Torre para hacer lo mismo en Topas. Ni el campo, ni el pueblo
cumplían con sus expectativas. No sabía cómo se ganaría la vida pero, allí no
había nada para ella.
Fermi era
decidida, y desde bien jovencita tenía
las ideas claras, sabía lo que quería y tenía algo que al resto nos faltaba,
capacidad para arriesgarse y, a la mínima oportunidad que tuvo, con menos
de diecisiete años, fue la primera que enfiló camino de ida para no volver. Aún así, ella pertenecía a
esa generación atrapada por las costumbres familiares y las ínfulas
machistas, donde pocas veces se podía decir que no a casi nada, y es casi
seguro que tampoco lejos de casa pudo
hacer lo que quería. Pero lo que hizo lo
hizo con decisión, y pensando en ayudar a la familia a salir a flote.
Muchos
años después, cuando ya tenía formada una familia, vislumbrando el fin de sus
días por esa enfermedad maldita, que en todas las familias desgraciadamente,
parece que siempre espera a alguien, me confesaba: Ahora…que tengo
formada mi familia, que es lo mejor que me ha pasado… El resto… ¡Qué mal me ha
tratado la vida...!!
Ese pensamiento hecho en voz alta, no
era del todo cierto, pero fácil de entender, en un momento en qué era
difícil ver un futuro en el
horizonte, porque sabes que tienes la vida vendida. Fermi vivió con la
sensación de que en algún momento de su vida no fue dueña de ella, o que
otros, decidieron qué camino tenía que seguir y, aunque no se quejó,
cuando tenía que haberlo hecho, por ese deber a la familia que a todos
nos han inculcado, lo cierto es qué era como una espina clavada en su corazón,
que en los lógicos momentos de bajón moral se atrevía a comentar a las
hermanas. Seguramente ninguno supimos dar con las palabras claves y demostrarle
qué, si ella no hubiera estado en esos momentos, lo hubiéramos pasado
mucho peor. Quizás ella si lo sabía.
Para Eusebio
y su familia la vida en la Torre era un paso más a ese mejorar en la vida, no
exenta de dureza. La mayoría conocemos la finca en días bonitos, de paseos y
algarabías, pero para el que la trabajaba, sobre todo los inviernos, quedaron grabados en
su memoria. Eran esos días duros que había de patear la finca, abrigado con la
pelliza o envuelto en una manta, maldiciendo el tiempo de fuertes
ventiscas. En esos momentos era habitual verlo, con la barbilla apoyada en el pecho, afianzando los pies en el suelo, y
sujetando fuerte el porro, para soportar como si fuera un roble los vaivenes
del mal tiempo. Y mientras puede abrir los ojos, con respiración jadeante, se da cuenta de cómo en minutos cambia el
paisaje que le rodea. La oscuridad hace acto de presencia con intermitentes
truenos y relámpagos. Desaparece el olor
de la yerba verde, la riberas se convierte
en un manto de agua. El regato crece por momentos, normalmente apacible, baja
brioso y turbio, el horizonte pierde la lejanía para dejar cercanas mas nubes
amenazantes. Y mientras se conjuran horas difíciles, aprieta la mandíbula, pisa
fuerte el suelo y con el cuerpo encorvado hacia adelante sigue arreando el
ganado con más tesón que en cualquier otro momento. Esos eran los momentos
difíciles de verdad. Nada puede detener el trabajo diario, y en los días de mal
tiempo menos. Ni los animales tienen tiempo de rumiar tranquilos lo poco, que el
turbulento día les deja comer.
Mi padre pertenecía
a esa clase de hombres que nacieron de las raíces de la tierra. Su sabiduría
era la que te da vivir apegado al terreno por donde pisas, conocerlo,
amarlo u odiarlo con toda tu alma, dependía de las circunstancias… se llama
experiencia. En su trabajo estaba sólo la mayoría del tiempo y, si era
preciso, hablaba hasta con las piedras.
Si te fijas, decía; “siempre hay algo
que te da una señal y, en ese por si acaso, en la soledad del campo, he
rezado más que muchos en la iglesia”. No era de misas confiaba en que Dios sabría recompensar los buenos actos, que los
tenía, no era preciso exponerlos públicamente.
Yo creo que
mi padre era de los que creía por temor, porque el sentido de la religión en
este país ha estado arraigado como algo imprescindible para la subsistencia del
ser humano, y se ha enseñado hasta con miedo, pero tener fe es otra cosa, y no
siempre el sentido común, que tanto aplicaba para sobrevivir le cuadraba con los dogmas de la iglesia.
Como decía Jardiel Poncela, en la Turné de Dios: “Tener fe es como masticar sin
dientes. ¿Y quién ha dicho que sean imprescindibles los dientes para masticar?”.
Él no tenía
tiempo de zarandajas ni debates, jamás prohibió a los demás que hicieran lo que
quisieran. Por si acaso, ni negar ni afirmar. Toda su vida se movió en el
terreno del escepticismo, y cuando algún amigo de misa diaria, le reprochaba el
que no fuera a misa para ganarse la reencarnación y el cielo, respondía con interpretaciones jocosas;
“Todavía no he visto a nadie que se haya muerto y haya vuelto para decirnos,
qué hay ahí arriba, de todas formas; vete tú y pides por mí”. A todas estas cosas, le daba la importancia
justa, no discutía.
Divagaciones
aparte, él era hombre de realidades y sobre ellas actuaba.
Dicen que
cuando ibas a su lado, a menudo con sus hijos, si éstos se
acercaban a una piedra o una encina determinada que les llamara la atención,
sin darle importancia les decía: “¡No la toquéis…! Ahí hay la madriguera de una liebre y, tiene
crías, hay que dejarla tranquila, que crezcan, cuando necesitemos un conejo
ya sé donde tengo que venir”.
Pero Eusebio
no era un depredador; a su modo cuidaba el campo, sabía que le daba de
comer, pero sin destrozarlo, lo que se le quitaba había que darle tiempo a que
se recuperara. Sabía que si necesitaba un conejo para comer lo tenía que cazar,
pero solo el que necesitaba. Las cacerías organizadas no le gustaban, no tenia
escopeta, ni falta que le hacía. Cazaba
los conejos a porro. Su forma de manejarlo era legendaria entre los que lo
conocían. En ocasiones, con la retranca que él tenía, se permitía
decir:” ¡He matado mas conejos a porro que Eladio con la escopeta!”
Seguramente
la vida de nuestro padre ha sido más dura de lo que yo soy capaz de contar. Como
muchos de su tiempo antes de los cincuenta años, su aspecto físico era, el de
un hombre ajado, resultado de las condiciones de trabajo que lo llevaron a
arrastrar catarros mal curados que al final terminaban en pulmonías, tres de
ellas estuvieron a punto de jugarle la vida, porque no se podía permitir hacer cama para
curarlas. Si además añadimos que era un fumador empedernido, tenía el coctel
perfecto para tener los bronquios en un estado tan delicado, que antes de los
sesenta años apenas podía hacer esfuerzos. Fue el precio que pagó por la vida
que le toco vivir.
Después de
tanto tiempo y seguramente al ser la más pequeña, mis recuerdos son la
cara amable de un hombre que aunque tenía carácter y lo sacaba a relucir cuando
creía conveniente, en contra de lo que algunos creen, que seguro no lo trataron
suficiente o no entendieron su manera de ser, también sabía ser sociable,
hospitalario, amable y, como los rudos castellanos, haciéndose fuerte para no
mostrar la parte sensible que a
nada que supieras tocarle el punto, mostraba tímidamente.
También si era preciso y como marcaban las
costumbres, sabía darnos un azote en el culo y un coscorrón detrás de las
orejas, cuando cuadraba, que era las veces que la madre pedía socorro y, como
él decía, era más beligerante y éramos capaces de torearla. Entonces
llegaba y solo con mirarnos, no se movía nadie
Los
mayores suelen decir que los más pequeños dimos más guerra pero, claro, eso
debe ser porque no se acuerdan de lo que hacían ellos. Los cuatro más pequeños,
fuimos el centro de atención de un montón de hermanos que nos precedían y que
nos mimaron cuanto pudieron. Ellos a nuestra llegada ya formaban parte del
mundo laboran y nosotros unos mocosos que solo dábamos guerra a
todos, sobre todo a las hermanas que eran nuestras penitentes niñeras.
También en
ese ambiente de la época había momentos de tranquilidad y alegrías, tampoco se
aspiraba a mucho, las alegrías no eran de tener o conseguir cosas materiales,
era suficiente tener ratos amables y distendidos donde unas risas eran
suficientes para ser feliz. Así se lo recordaba al encontrarse después de
muchos años en Salamanca a mi hermana Emilia, un vendedor y
comprador ambulante de Negrilla que, a menudo pasaba por la Torre,
llamado Manuel.
“Emilia, no teníamos nada, pero nos reíamos y,
hoy estos hijos nuestros, lo tienen todo y les cuesta trabajo reír…”
A Manuel se
le conocía con el apodo de, “El Bobo la Coña”,
apodo que se lo debió ganar a
pulso por las bromas y coñas que se gastaba. Gastaba y recibía bromas con el
mismo talante, de manera que las jóvenes lo esperaban como agua de Mayo para
pasar un rato de risas ya que su carácter se prestaba a toda clase de historias
y momentos esperpénticos, como cuando compro un cerdo demasiado grande, apenas
le cabía en el carro y le destrozaba todo lo que llevaba. Cuando llego a la
ribera de la Torre y se encontró con mi padre le dijo: “Eusebio, no puedo con
este bicho, así no voy a llegar a Negrilla…”
Se lo tuvo que matar allí mismo.
Por la Torre
pasó mucha gente, pastores de temporada, zagales, que eran unos niños que
servían al boyero o el guarda y que seguramente se ganaban unos
reales o, quizá en ocasiones su trabajo era, a cambio de cama y comida, todo
era posible…
Algunos
dejaron bellos recuerdos como aquel que le contaba a su madre….” A mí me gusta
estar en casa del señor Eusebio porque la señora Quica me tapa por las
noches y me da un beso.”
Francisco,
sobrino de Eusebio, también estuvo un tiempo haciendo las veces de zagal.
Seguramente no tendría más de diez o doce años, y como tantos otros además del
trabajo que pudiera desempeñar también le alegró muchos momentos con los golpes
de niño que tenía. El almuerzo de media mañana para la gente que trabajaba en
el campo era sagrado y, uno de los trabajos de Francisco era llevar el
almuerzo a Eusebio allí donde se encontrara con el ganado. Durante un tiempo
Eusebio, en esos almuerzos, comía los huevos fritos sin yema, porque Francisco,
se encargaba de comérselas a medio camino, sentado tranquilamente en la linde.
Cuando llegaba donde mi padre, éste se hacia el sorprendido de, cómo los huevos
no tenían yema, a lo que él respondía que, porque se las había comido.
-¿No te ha
dado de desayunar tu tía?
- Sí.
- ¿Entonces?
¡Me gustan!
La
fechoría debió hacerle gracia porque nunca le cayó el coscorrón que
Francisco esperaba, de manera que siguió comiéndose las yemas de los huevos
cada vez que tenía ganas. Esta y otras historias recordaban entre risas,
los dos, años después, cuando mi padre regresó a Topas en unas
vacaciones. En ese ambiente de confianza Francisco se lanzó al ruedo de
las anécdotas y con sonrisa picara le dijo: -¿Usted se acuerda de aquella
cordera que siempre venía detrás de mí?
–¡¡Sí,
aquella que se murió de un “templón” de hierba que le diste en la linde del
camino!!
–No, no fue
un “templón”… Un día sentado en la linde del camino, después de comerme las
yemas de los huevos, cogí una paja larga del trigo, se la metí por el culo y
soplé hasta que vi que la barriga se le puso a reventar… Pero usted siempre
pensó que había comido mucho o que, habría comido alguna mala hierba… Mi padre
a la vez que reía no daba crédito a lo que estaba oyendo.
-¿Y has esperado tantos años para decírmelo?
–¡¡Coño no!!
-¡Con esto sí que me hubiera dado buenos coscorrones…!!!
Porque
claro, seguramente con el tiempo el final de la cordera sería terminar en la
cazuela, pero cuando se desconoce el motivo de la muerte por mucha necesidad
que hubiera, la tía Quica, mi madre, no
cocinaba animales muertos. Salir ileso de esta fechoría bien sabía él que, no
habría sido posible.
Continuara…
María Calzada.
20 de Junio de 2013
LA TORRE 3 |
La ribera de la Torre, la casa grande al fondo con la encina que había delante. |
El ligero ulular del viento despierta a Eusebio que dormía bajo el bardal, tiene el sueño ligero. Mira a su alrededor, demasiado oscuro, y en ese gesto característico de él, tira de la cadena del reloj para desalojarlo del bolsillo del chaleco, es hora de levantarse, el día está feo, las nubes entre blanco y gris plomizo amenazan una tormenta cercana. Mejor que descargue de día.
A su lado el hijo mayor todavía duerme, lo deja un poco más, mientras se prepara para lo que él cree va a ser un día duro, se coloca la pelliza, la manta doblada al hombro, ya curtida en muchas batallas, es lo que le va a resguardar de la lluvia, solo un tiempo, si dura mucho terminara calado hasta los huesos. Se envuelve un cigarro mientras observa el ganado y alarga la vista sobre la ribera… Hoy es San Antonio, la fiesta patronal de Topas y estos muchachos no sé si van a poder hacer fiesta. Ya con el cigarro en la boca que difícilmente se lo quitará un minuto de ella, toca el hombro del niño.
-vamos hijo que es la hora, tienes que ir a buscar los becerros al corral y mira si puede venir alguien más, aunque sea una de las muchachas, mira qué día hace, si no cambia, la fiesta la vamos a tener aquí.
El chico se va y Eusebio da vuelta al rodeo, el ganado empieza a levantarse y echa un vistazo a ver si todo está bien, mientras llega la ayuda lo moverá hacia un lugar de la ribera que puedan pastar y al tiempo esté al abrigo de percances si la tormenta se desata. Hay trigos sembrados en las tierras cercanas.
Repartir a los chicos donde ponerlos a sujetar el ganado es una preocupación, no sólo ha de vigilar la parte que le toque, también a los chicos, cuando al ganado le daba por correr asustados de los truenos y relámpagos no era fácil sujetarlo, demasiado hacían. Hoy también está la mayor de las hijas, Agustina, y le advierte; -no dejes que entren en el sembrado, si entran nos la jugamos, nos pueden echar… No era una forma de meter miedo, era verdad. Este día seguro que corrieron detrás del ganado con el corazón en un puño, la tormenta no se hizo esperar, fue de las sonoras y para recordarla siempre.
El miedo a no cumplir con el trabajo de la forma que él entendía que debía ser, era una obsesión y no siempre las buenas amistades que tenía en Negrilla eran suficientes, para que en caso de que lo necesitara intercedieran por él. El ayuntamiento era el jefe…Pero allí había demasiadas voces que, no siempre pensaban del mismo modo. Años después pudo comprobarlo, aunque en esa bondad que sentía por los que creía sus amigos, los supo disculpar porque, creía, que igual que él, estaban desempeñando un trabajo, las llamadas fuerzas mayores, que no dejaron de hacer daño a diestro y siniestro.
Las tormentas por el día, dentro de lo malo podían ser llevaderas, por las noches eran infernales, oscuras como “boca lobos” la única forma de ver, era aprovechando la luz del relámpago, en ese momento Eusebio no tenia ojos suficientes para mirar el ganado, también quería ver donde estaban sus hijos y para tranquilizarlos les gritaba, -¡ya os veo!
En una de esas noches donde la tormenta amenaza pero, que ya lleva lloviendo sin cesar toda la tarde, el regato iba creciendo. En un momento de la noche el padre se levanta a dar la vuelta al rodeo y le susurra al niño; -Tápate hijo, que está fría la noche. Y lo que son las cosas, la responsabilidad de un niño que seguro dormía inquieto pensando cómo iría por la mañana a buscar los becerros a corral de la casa, entendió precisamente eso… Levanta que es hora y, dormido, no podía ser de otra forma, se dirigió a la casa. Cuando el padre regresa al bardal se da cuenta que el niño no está, se desespera, lo llama a gritos y no lo encuentra, los perros ladran, hasta que pasado un rato alcanza a ver a lo lejos que a la puerta de casa se mueve la luz de un carburo, entiende que es su mujer, es más de media noche, todo el mundo debería estar durmiendo, posiblemente el niño se ha ido a casa… Entre silbidos y gritos, desde la ribera, se entienden como pueden y les dice; qué el niño no vuelva, el regato va crecido.
La madre cuando abre la puerta se da cuenta que el niño se despierta en el momento que le pregunta: -¿Qué haces aquí a estas horas…?
Nunca entendió el padre como el niño pudo atravesar el regato con la crecida que llevaba, no se veían los pontones, el niño tampoco lo supo explicar.
Un San antonio, en la era, enfrente de las escuelas. |
Los hijos mayores fueron una gran ayuda, en tiempos donde no necesitas dar muchas explicaciones porque, lo que hay, se ve, arrimaron el hombro sin protestar. Hicieron de zagales arrearon ganado, y todo lo que se necesitara para hacer el trabajo del padre más llevadero, y entre todos, llevar una perra más a casa y cuando apenas tuvieron edad para trabajar para otros, también lo hicieron. Cardeñosa, San Cristobal, Villanueva, La Izcalina, fueron fincas donde tanto José, como Antonio y Nicanor dejaron el esfuerzo de su trabajo. Cuando no estaban en las fincas y llegaba el verano, hacían cuadrilla con las dos hermanas mayores, Agustina y Emilia y como cabeza responsable el tío Cándido el “silletero”, ya viudo y con dos hijos pequeños y se iban a segar. Eran muy jóvenes, el mayor apenas tenía veinte años y el más pequeño, andaría por los dieciséis. El que fuera el tío Cándido con ellos era, una tranquilidad para los padres pues, se pasaban días sin venir a casa, comiendo y durmiendo en las tierras. El invierno podía ser duro, para las mujeres, el verano era infernal.
Desde bien jóvenes los cinco mayores, ayudaron y sacrificaron el asistir a la escuela, unas veces la lejanía, otras la necesidad de trabajar hicieron que la falta a la escuela fuera un hecho difícil de subsanar. Los padres eran conscientes de la necesidad de que aprendieran, cuando menos, a leer y escribir y, en el esfuerzo, porque en esos momentos lo era, aprendieron con dificultad, simplemente eso, leer y escribir.
Las dificultades no impedían que siguieran naciendo hijos, Cándido y Eusebio hacían el número siete y ocho y llegaron al mundo cuando los hermanos que los precedían ya ayudaban económicamente a la casa y además las hermanas también podían hacer un poco de madres.
El trabajo de las mujeres en la casa fue una labor importantísima pero callada, los tiempos no eran para menos, seguro que era el denominador común de la mayoría, trabajaban mucho, se las veía poco, y apenas se las escuchaba. Pero luego está eso de que cada casa es un mundo y en la de Eusebio las mujeres eran el motor para el buen funcionamiento de casi todo y él, mejor que nadie, supo reconocerlo siempre.
Si había algo donde nuestro padre no quería saber nada era de la intendencia de la casa, su gobierno estaba de las puertas del corral para afuera, de la puerta de casa hacia dentro era de su mujer, nunca le pidió cuentas, siempre decía; -Mejor que ella no lo hace nadie. Y así fue hasta el fin de sus días. De manera que Quica, se debió de dar cuenta muy pronto que iba a necesitar buena organización y la mano de obra competente para cubrir muchos frentes.
Quica venia de experiencias duras, desde bien jovencita sirvió en Villanueva para los Valles, en casa de la “Tía Juanota” Eusebio también, los dos trabajaron para los mismos amos, allí se conocieron y se hicieron novios pero, lo llevaban en secreto, si se enteraban los podían echar, de forma que, en cuanto pudieron se casaron y se fueron a buscarse la vida por su cuenta. Apenas tenían veintiséis y diecinueve años, pero atrás dejaron el hambre y las humillaciones. Allí para hacer la comida había que hacer milagros, el aceite o la manteca para componer las comidas no la veían, la comida de los trabajadores se hacía con el sebo que le quitaban a la carne. Cuando te enteras de esto, entiendes porqué nuestra madre, soportaba la presencia de la carne, pero no la tragaba. Un trozo de tocino era un manjar que mi padre se ganaba cuando al amo le daba la gana de humillarlo diciéndole: -Si me cantas subido a la mesa te doy un trozo de tocino…
Y cuando te cuentan esto, no das crédito y preguntas; -¿Y te subías a cantarle?
- Claro, por un trozo de tocino te matabas...
Con estos antecedentes es fácil imaginar la ilusión de una pareja que por muchas dificultades que pasaran, juntos podrían, la vida ya les había dado suficiente como para saber cómo salir de las dificultades.
Quica era muy jovencita pero, no le asustaba la organización de la casa, de manera que cuando las hijas empezaron a tener edad para ayudarle, no le tembló el pulso para repartir trabajos y prepararlas, a sabiendas de que eran unas adolescentes y que sacrificarían cosas también importantes, pero las necesidades de la familia eran lo primero, ellas también aprenderían a valerse y quizá las experiencias que iban a vivir, algún día les ayudaría a ser más independientes y libres.
Así, Agustina con catorce o quince años empezó a recibir clase de corte y confección, en Topas con Cruz, una prima de nuestra madre que un tiempo se dedicó a ello. El aprendizaje debió ser rápido porque, a los dieciséis años ya daba clases de costura en la Torre a chicas de Palencia o Negrilla, con esto se sacaba unas perrillas en el invierno, porque el verano tocaba ir a segar. La segunda de las hijas, Emilia, al rebufo de Agustina, también aprendió a coser y a hacer punto, de forma que entre las dos vestían de arriba abajo a todos los de la casa. Nuestra madre no se quedaba atrás, ella en un principio lo tuvo peor, a falta de poder ir a aprender a coser se arreglaba deshaciendo los pantalones viejos, para sobre ellos hacer unos nuevos. Después las hijas resolvieron el tema de la confección. Los remiendos y zurcidos eran exclusivos de la madre. No sé donde aprendió, pero eran auténticos bordados. En una ocasión que bajaron a Topas, una de las hijas mayores con los hermanos pequeños agarrados de la mano, entraban por la calle larga y pasando por delante de la casa de Manuela, (la hermana de Alejandra) ésta se encontraba a la puerta con mas vecinas y ella, con esa voz bronca que tenia y que además no se cortaba un pelo, dijo: Mirar, ahí van, los remiendos más bien hechos de todo el pueblo.
La madre y las hijas no solo cosieron desde, vestidos y pantalones, hasta calzoncillos, tejieron calcetines y jerséis, también lavaron ropa, dieron biberones, cargaron y cuidaron de los más pequeños y por si faltaba algo, también tuvieron que ayudar a la madre a cuidar a su hermana Ana María que, una vez más, el cáncer la hizo padecer tanto qué, ha dejado huellas imborrables en la memoria de mis hermanas. Las tareas de aquella casa durante mucho tiempo fueron responsabilidad de nuestra madre y las hermanas mayores que, diariamente caminaban desde la Torre hasta Topas, a limpiar, curar a la tía y cargar con toda la ropa que hubiera que lavar. En la tarea de la comida, El tío Cándido y el Abuelo, habían aprendido a desenvolverse, el resto, ya se sabe, era cosa de mujeres, en aquellos tiempos, las cosas funcionaban así. Los hijos Pablo y Conchi eran unos más entre nosotros. En estas tareas también cuando podía, a la Tía Viges le tocó colaborar. Conchi estuvo muchas temporadas con ella, Pablo siempre fue nuestro, casi hasta cuando se casó.
Vivir en la Torre era vivir aislados de casi todo pero, también se las arreglaban para tener momentos de diversión, Topas era esa ventana que les daba aire fresco a chicos y chicas para disfrutar de días de fiesta. Los chicos, si el trabajo se lo permitía no tenían problemas para ir de fiesta, las chicas, ya se sabe, la libertad no era la misma, se tenían que trabajar la voluntad de los padres y en fiestas señaladas lo conseguían. Otras veces, a falta de todo lo que tenemos ahora, se las ingeniaban para divertirse en la misma finca.
Agustina, Emilia y las hijas de Eladio, Isabel y Sole junto con alguna más de las pastoras, formaban un grupito de jóvenes con mucha complicidad, para hacer cosas juntas y divertirse. Eran adolescentes a las que ya, los jóvenes empezaban a fijarse en ellas y ellas se dejaban alagar. Sabedoras del poder y el peligro que tienen unas cuantas mujeres juntas, en el juego del flirteo, dominaban la voluntad de los pretendientes a golpe de bromas y chistes y si se prestaban, ponían en aprieto a más de uno.
Los domingos o fiestas, que no bajaban al pueblo, podía aparecer por allí algún grupo de jóvenes, con intención de pasar un rato o pretender a alguna de las chicas. En esta pretensión estaba un chico de Negrilla, un joven según dicen, muy bajito, que estaba coladito por Isabel, pero que a Isabel no le gustaba nada y esto, ya servía de chanza al grupito de chicas que, especulaban con la posibilidad de que pudiera venir y se preguntaban, qué haría Isabel si se daba el caso de que fuera a verla, ella con mucha guasa les decía: -¡dejadlo que venga, le sacaré la silla más alta para que se siente…!
Ni que decir tiene que el domingo todas estaban expectantes, se arremolinaban a la puerta de Eladio, ocupando con toda intención sillas y piedras donde sentarse y entre risas esperaban la llegada del joven y ver a Isabel, si cumplía con lo dicho y claro que cumplía… Sacaba la silla más alta y lo invitaba a sentarse. El regocijo de verlo sentado en la silla con los pies colgando, no tenía precio, tenían para reírse y hacer chistes una semana.
LA TORRE4 (Recuerdo al Tío Cándido)
Cuando se carece de casi todo, y se aspira a tener lo justo para sobrevivir y la palabra ambición no llevaba implícita maldad, se vivía convencido de sacar cabeza sin hacer mal a nadie y, si cabe, a pesar de las propias carencias ayudar a los que tenias al lado. En esos tiempos, no faltaba quien lo pasaba peor y lo poco que tenías incluidas las fuerzas las repartías entre todos para hacer más llevadera la vida. En la familia de Eusebio no faltaron ocasiones para repartir lo que tenia y ayudar con las fuerzas, en la intendencia de otras…
La familia de Eusebio más allá de los hijos, también era extensa, y convivían o participaban juntos en muchas batallas. La familia de mi madre, estuvo presente en nuestras vidas de forma casi diaria. En un principio seguramente porque nuestra madre era la más pequeña, se caso muy joven y el resto, un hermano y dos hermanas, estuvieron más tiempo solteros. Esto hacía que se convirtieran en protectores, no solo de la hermana recién casada, también de los primeros hijos que tuvo, a los que mimaron casi en exceso, al igual que el abuelo Antonio, que ya estaba viudo.
La tía Eduvigis y la tía Ana María, fueron las más cercanas, entre otras cosas porque sus trabajos o circunstancias hicieron que vivieran cerca de todos nosotros. La tía Ana María se casó con Cándido, un silletero de profesión, que conoció en Torrejoncillo (Cáceres) cuando el abuelo Antonio recorría como pastor algún que otro pueblo extremeño. Se quedaron a vivir en Torrejoncillo, hasta que la vida le marco caminos inesperados y buscaron salidas amables al lado de la familia. Así fue como el tío Cándido entró en nuestras vidas.
El tío Cándido, se convirtió en ese tío qué, según decíamos los más pequeños, “era más tío”, porque veíamos que se movía entre todos nosotros, casi a diario.
Bien se merece un recuerdo, aunque su vida, bien podría llenar varias páginas.
Era un hombre lleno de bondad, tranquilo en su forma de hacer, afable en el trato, era en definitiva; buena persona. Se gano el cariño de la familia porque él también sabía darlo y supo acoplarse entre nosotros, como si hubiera nacido en el seno de ella.
Un extremeño habilidoso que, nunca perdió el dialecto ni el acento de su tierra. Al hablar, mezclaba el castellano y extremeño y así aprendimos a familiarizarnos con el dialecto de Gabriel y Galán y entender las poesías extremeñas de uno de los libros que teníamos en casa.
Renuncio a vivir en su tierra para satisfacer los deseos de su mujer que enferma, reclamaba la compañía de su familia. Lo dejaron todo y aterrizaron en Topas con dos hijos y la muerte de su mujer llamando a la puerta. Era empezar de nuevo sin tener nada.
Se instalaron en casa del Abuelo Antonio, el padre de nuestra madre, apodado “El tío Frades” por ser nativo de Frades de la Sierra, y allí pasó la mayor parte de su vida. Convivió con el abuelo como si de un hijo se tratara, sorteando dificultades y desempeñando su profesión de silletero, profesión que apenas le daba para salir a flote y que como le decía el abuelo: “las haces tan fuertes y duran tanto qué, cuando termines de hacer sillas en el pueblo, no vas a tener más trabajo”. El caso es que tuvo ocasiones en que alternaba su profesión con diferentes jornales, aunque esto fue ya cuando en casa no requerían tanto su presencia, su mujer había muerto y los hijos, la mayor parte del tiempo vivían con las tías.
En aquella época se acostumbraba a entender que los hombres viudos y solos, no eran capaces de hacerse cargo de los hijos y haciendo honor a la costumbre y según dicen, a la petición de su mujer, decidieron entre todos, que los hijos, estaban mejor en manos de mujeres y así pasaron a estar el mayor tiempo de sus vidas en casa de las tías. Y él, que podía haber tomado mil decisiones distintas para su vida, nunca abandono a sus hijos, (que alternaban su casa y la de las tías); se quedó junto a ellos y la familia que desde el primer momento, le brindó ayuda en todo lo que necesitara.
Con estos antecedentes sus vidas y las nuestras, viajaron juntas sorteando dificultades. Además de tío, supo ser compañero de los sobrinos mayores, trabajaron juntos y juntos participaron de momentos de asueto y diversión. Una de las mas nombradas entre la familia; era la caza de ranas, para lo que él tenía especial habilidad.
El también supo lo que era emigrar a tierras lejanas, lo hizo detrás de todos nosotros y de su hijo y seguramente con la esperanza, que así fue, de vivir aunque fuera los últimos años de su vida junto a sus dos hijos. También huyendo de la soledad y la vejez, para morir junto a todos los que le habían acompañado siempre. Su vida tampoco fue fácil.
Y así, pasando el tiempo, con la nobleza de los hombres rendidos por las circunstancias que le había tocado vivir y con los pulmones ahogándole, se presento un día en casa de mis padres, como si fuera el último que iba a poder subir las escaleras, que lo fue, a darle las gracias por todo lo que habían hecho por él y sus hijos, porque decía; “mis hijos por la costumbre, no se darán cuenta de lo que habéis hecho… pero yo sí”. Seguramente fue un gesto de necesidad, viendo que la vida tenia fecha de caducidad y él la veía la muerte ya cercana. Los que nos encontrábamos allí, nos quedamos atónitos, había hecho un esfuerzo físico increíble, sorteando líneas de autobuses y estaba dando la medida de la gente buena que, no le importo mostrar sus sentimientos y decir lo que seguramente había tenido ganas de decir hacía mucho tiempo. Lo hizo con prisas como quien se sube al último tren y la parada para bajar estaba cerca. Me pareció un hombre ya entregado a lo que Dios quisiera. Y si siempre lo había querido, a partir de ese momento, creía firmemente que el acto de quererlo no había sido en vano y se merecía mucho más. Solo se equivocaba en una cosa: no tenía que disculpar a sus hijos porque, nuestro trato siempre ha sido de hermanos. Y él, fue, “nuestro tío más Tío”.
María Calzada
La Torre 5.
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Los hombres de aquellos tiempos basaban su existencia, en la riqueza que le podía dar la tierra. Las expectativas, pocas veces iban más allá del pueblo y las tierras que alcanzaran a divisar con la mirada. Dicen, “que los lugares se impregnan de las personas que los habitan”, es posible que incluso al revés. O que seres y lugares, en momento de necesidad formen un buen equilibrio y sean capaces de convivir en armonía, para dar y recibir. El hombre, siempre ha sido capaz de adaptarse a los caprichos de la naturaleza y aunque también a lo largo de los años ha influido en ella, nuestros mayores supieron ser pacientes, aplicar mucho sentido común y confabularse para sacarle el mejor producto para subsistir. Era una especie de matrimonio de conveniencia en el que cada uno sabía muy bien hasta donde podía llegar y de donde no podía pasar. Una simbiosis exacta que llevada a cabo en sus justos términos permitía la supervivencia de ambos, beneficiándose mutuamente.
Siempre ha habido potentados, pudientes o medio pudiente, dueños de tierras, a las que cada año les recogían su fruto. Y también los que no tenían nada. Solo eran dueños del viento que les quemaba la cara en verano y el frio en invierno, de sueños inalcanzables, de preocupaciones del día a día; el mañana pocas veces tenía cara. Esclavos de la necesidad, que se ponían a disposición del amo, a menudo a cambio de cuatro perras.
Eusebio era de los que no tenía nada y aceptó arrear ganado, lo mejor que sabía hacer desde muy joven. La Torre fue el último destino después de pasar por otras fincas, y probablemente a la que le sacó más partido. La necesidad y los años, le enseñaron a subsistir, a confabularse con los terrenos que le dejaban pisar, a ser amigo y enemigo de ella, a quererla y en ocasiones a maldecirla porque, caprichos tenia la naturaleza. Te podía dar lo mejor de ella pero también te podía poner en peligro. En el fondo, aceptó con resignación el destino de su vida y aprendió a amar terrenos que no eran suyos. A ir por ellos, con caminar ligero y seguro, pasos cortos, agarrando el porro con fuerza, dispuesto en todo momento no solo a cuidar el ganado, también a arañarle al terreno todo lo que fuera bueno para los suyos.
A diario recorría la ribera de arriba abajo, al ritmo pausado de los bueyes mientras pastaban.
Casi al final, una charca más servía de abrevadero; allí patos y “parras” nadaban libremente con sus crías… aquellas que hubieran llegado a buen término. Tenía bien controladas las familias de estos palmípedos y los nidos, con la puesta de huevos, un manjar, que junto con algún pato, en ocasiones terminaban en la mesa.
Cuando ya se llegaba a las “Trinideras”, cercanas a los limites con Cardeñosa, había una ciénaga de lodo, seguramente producida por los regatos la Guadaña y el Santa María y también favorecida por el bajo nivel del terreno, que acumulaba aguas de lluvias o subterráneas. Era un peligro constante para los animales ya que, según se decía, si un buey osaba meterse, lo más seguro que no pudiera salir; era el momento de dar la vuelta al ganao para de nuevo dirigirse hacia el rodeo, cercano al camino de negrilla y desde donde se podía avistar la casa.
Situada en una de las partes más altas de la finca, se divisaba desde casi todos los puntos de la ribera. Avizora de casi todo el campo que la rodeaba, se erguía majestuosa. Y en tiempos pasados no solo debió parecerlo, seguro que también lo fue. Era fácil deducir, porque aun quedaban señales de que la casa había conocido tiempos de señorío, reflejadas en la decoración de las paredes. Algunas de las habitaciones todavía conservaban papeles pintados, otras mostraban pinturas, marcando formas de cornisas y capiteles. Atisbos de un lujo lejano que se conservaron intactos porque, durante años, estuvieron cerradas a cal y canto. Poco o nada se sabe de las épocas anteriores de este edificio que puede que tenga alguna historia interesante.
Mi familia, entró a vivir en ella con especial ilusión. Era la más grande de todas en las que habían vivido. Se conservaba en buenas condiciones, el suelo de las estancias interiores, estaba embaldosado, algo qué para las maniáticas de la limpieza, era el no va más. Y aquellas que estuvieran deterioradas, pasaron por las manos de las mujeres para cambiarle el lustre.
Una entrada enorme, precedida por un portalejo o porche, con el suelo de canto rodado, distribuía al fondo, a derecha e izquierda, lo que en realidad eran dos casas. Justo nada más entrar, a cada lado, las puertas de dos habitaciones más, que parecía no pertenecía a ninguna de las dos estancias, estuvieron cerradas durante años, junto a una habitación, de la casa de la izquierda que fue la que habitó mi familia. Por circunstancias que desconozco a pesar de la enormidad de la casa, y la cantidad de habitaciones que tenia, solo le dieron permiso para habitar la cocina y dos habitaciones con vistas al corral. Mis padres llegaron ya a La Torre, con seis hijos. Es fácil deducir que el hacinamiento era importante. Por lo visto ciertas comodidades, como vivir en un poco mas de espacio, solo esto, no estaba destinado para los pobres. La casa no conocía más comodidades, la luz eléctrica no ilumino nunca ninguna de las casas, se alumbraban con carburos y candiles de aceite. Al fondo de la entrada, en medio, había una puerta que daba directamente al inmenso corral.
A pesar de los años que han pasado nunca entendimos por qué, la obsesión de mantener habitaciones cerradas sabiendo el número de personas que habían de vivir en ella, máxime cuando ya en aquellos años, en los despachos del ayuntamiento de negrilla ya se empezaba a tejer un futuro muy distinto para la finca. Algo que solo conocían unos pocos, nuestro padre no tenía ni idea.
La madre y las hijas mayores, arreglaron la casa a su manera para hacerla lo más confortable posible. De todos es sabido que entonces las cocinas eran el centro de la vivienda; allí no solo se cocinaba, sino qué se pasaba la mayor parte del día, de manera que había que tenerla en las mejores condiciones. Y así, cuando mis hermanas mayores vieron que faltaban unas cuantas baldosas en el suelo, una de ellas, buscó por el edificio las que se necesitaban y haciendo una amalgama con barro y agua se puso a colocarlas. El padre cuando la vio en semejante menester no daba crédito, y con su media sonrisa y socarronamente le dijo: “¿Muchacha, tú estás segura que eso no se va a levantar…?”. Ya se ocuparían de que no se levantaran, ¡Solo faltaría, que no se pudiera fregar el suelo por unas cuantas baldosas!
Durante años, las hijas alentaban al padre para que le pidiera a “los de Negrilla” que les abrieran más habitaciones… Pero Eusebio era cuidadoso en las formas y el miedo a no soliviantar al que paga, decidió el momento y las formas para conseguirlo. Y cuando aumento la familia a diez, con dos miembros más, y después de mucho rogar, le concedieron abrir una habitación con vistas directamente a la calle. Aquello fue la alegría de las hijas mayores. Era grande y la convirtieron en su espacio, no solo como dormitorio, allí pasaban las horas muertas dedicándose a la costura. Sentadas al lado de la ventana ante una camilla, también resultado de sus habilidades, veían pasar el tiempo. Era como el fortín de sus sueños. Por allí pasaban proyectos, anhelos y sentimientos que ya empezaban a hacer que sus corazones latieran más rápido. A través de aquellos cristales no solo pasaba la luz necesaria para sus trabajos. Se desata la imaginación, y el paso de las estaciones frías y duras cobraba otra dimensión, sintiéndose seguras, mientras sus manos laboreaban piezas de avío para la familia. Ven pasar su vida y observan con distancia los transeúntes ocasionales del camino o los escasos visitantes que llegaban a la casa. Aquella ventana les permitía levantar la cabeza de la labor para mirar con distancia mucho más allá de las cuatro paredes de la estancia, sentirse satisfechas y dar gracias por tan poco.
También mientras podían, las mujeres adornaban con macetas el portalejo y la ventana. Los geranios eran los que más aguantaban los cambios de tiempo extremo, y cuando empezaban a florecer, Emilia que se había ocupado de ellos se sentía orgullosa de verlos en plena explosión de belleza. A mi padre, realista, no sé si por naturaleza o necesidad, este tipo de cosas le parecían pérdidas de tiempo que no daban beneficio alguno. Pero reconocía que las mujeres se esmeraban en lo que hacían y no desatendían nada por tener unos cuantos tiestos. Como la había visto orgullosa con sus geranios, no perdió la ocasión de hacerla rabiar. Un día al llegar a casa le dijo: “¡Coño los geranios no pueden estar mejor para que se los coman las cabras! luego las acercaré”. “¡Ni se le ocurra”!, le dijo. Pero mi padre, si hacia una broma la llevaba al límite y cuando salió para dirigirse a su trabajo, recogió las cabras que pastaban por los alrededores de la casa y las arreó hacia los geranios. Las cabras rápido se dieron cuenta del nuevo festín, y con alegría y paso rápido marcharon hacia la adornada puerta. Mientras, él, se dirigía a la ribera sabiendo que al ruido de los cencerros las hijas saldrían corriendo a salvar el pequeño jardín. Y así fue. Aunque todavía les dio tiempo a comerse algunas hojas. Me lo imagino caminando de espaldas a la casa yendo hacia la ribera, escondiendo la sonrisa y oyendo las voces de las hijas espantando las cabras. Había conseguido lo que quería, alborotar aunque fuera por un momento la quietud que se respiraba, sacarlas de su refugio a toda prisa, seguro que dejando las labores de cualquier manera sobre la mesa, para salvar los geranios. Eran pocos los momentos que podía compartir con ellas y la forma que tenía de salpicar sus vidas y hacer patente esa parte de su carácter que en aquellos tiempos prodigaba poco.
Marria Calzada
CONTINUARÁ…
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