Fueron veranos
inolvidables de los que guardas en la memoria con aderezos de nostalgia para sacudir la monotonía diaria y
redoblar la certeza de que nunca más se repetirán.
Atrás quedaron las esperadas vacaciones, donde mis abuelos y tíos
formaban parte de esa felicidad temporal, de abrazos y sonrisas francas, donde
todos se volvían un poco niños, consiguiendo hacer mis veranos, inolvidables.
Cuando los recuerdos me llevan a aquel tiempo, me invade una
emoción y tristeza infinita, porque todo lo que mis abuelos representaban ya no
está, incluidos mis padres y una parte de mi vida que quedó en ese lugar.
Y hoy después de muchos años, vuelvo a esos recuerdos con
extraordinaria nitidez, por esas sorpresas que da la vida…
Mis vacaciones estivales fueron siempre en ese pueblo de
Castilla, donde el paisaje era limpio y extenso, cuando el trigo parece
juntarse con el cielo, y el tórrido sol aprieta, haciendo del paisaje una
mezcla de colores ocres, con el azul intenso del hondo horizonte, que como decía
mi abuelo, está donde Cristo dio las tres voces.
En el rincón de mi memoria hay detalles que mi adolescencia
recogió al vuelo, haciendo un perfil, igual equivocado, del carácter rural de
sus gentes.
Gente aparentemente pausada, donde pueden decir mucho
hablando poco. Donde la boina igual los resguarda del frio que del calor, O la sagacidad
de la vista, ya de lejos, es capaz de
distinguir, si el vecino ha metido el arado en mitad de su linde. Son austeros
y capaces de pasar el tiempo sentados en el poyete de la puerta, viendo pasar a
la gente. Solo en las fiestas pasan a un estado irreconocible de jolgorio, con
cantes y bailes y reconciliarse hasta con el campanario de la iglesia. También son
retazos, recogidos de mis progenitores que a golpe de morriña, fueron
inoculando en mi carácter.
Y ese verano, que iba
a ser uno más, resultó ser el último. Llegaste
por casualidad, de improviso. Tú eras el nuevo forastero, con un aire de
indiferencia y rebeldía que distaba mucho de la educación mojigata a la que yo
estaba acostumbrada. Al principio te miraban con reticencia, pero supiste ganar
al grupo...
Éramos dispares en el carácter, dando lugar a ver y hacer las
cosas de forma distintas. Pero nos unía la misma razón por la que estábamos
allí. Éramos hijos de emigrantes, nacidos lejos del pueblo de nuestros padres,
que seguían trabajando en otros puntos de Europa, mientras nosotros, uníamos
lazos con abuelos y tíos y tratábamos de entender la nostalgia de nuestros progenitores por el lugar que les vio nacer.
La gente nos observaba sin disimulo, nos admiraban en
ocasiones y en otras nos criticaban, por simplezas que nos costaba entender. Tú eras un joven con veinte años bien recorridos y yo, una
adolescente aspirante a joven con deseos de independencia y libertad. Una
situación que por la época, no se le permitía a las mujeres en la misma medida
pero, que, en el pueblo parecía que podíamos ejercer por aquello de que el
espacio no era extenso y los ojos muchos para observar.
Fue un verano distinto, de salidas sin horario, paseos interminables con un montón de anécdotas que hoy todavía me hacen sonreír, sobre todo porque la distancia del tiempo, hace ver con más certeza la inocencia de una edad, donde nos quedaba mucho por vivir.
Mil anécdotas vivimos por las calles y veredas de aquel pueblo,
mientras su gente, curtidos por el trabajo, se afanaban presurosos a recoger la
cosecha, antes de que llegaran las primeras tormentas de agosto.
Eran tiempos de segadores y carros tirados por bueyes. Vivimos
la estampa de un pueblo sin respiro hasta llevar la cosecha a las eras, para
trillar y luego aventar, para separar el grano de la paja.
El retrato de la gente trabajando en las eras, era lo primero
que encontrábamos cuando salíamos a los largos paseos y cuando empezábamos a
ver el acarreo de costales, sabíamos que el fin del verano estaba cerca.
Hasta entonces no
mirábamos el calendario. Vivíamos de espalda a ese inmenso trabajo, difícil de
calibrar la importancia de todo ese esfuerzo, donde abuelos y muchos jóvenes
como nosotros se dejaban la piel, para sobrevivir a duras penas, algunas
familias, y para otros, ayudar a llenar
los Silos, la mejor despensa que tuvo España.
Para nosotros el verano era sin prisas, inmersos en nuestras
cosas, fiestas improvisadas o simples corrillos a la puerta de una casa,
haciendo más cortas las noches de verano, contando historias, en las que entonces nos parecía que
nos iba la vida.
Sin darme apenas cuenta te adueñaste de mi voluntad. Me
gustaba tu figura, la forma de expresarte, el movimiento de tus manos al
hablar, hasta las historias que contabas… ese aire bohemio y la facilidad y
cercanía con la que me tratabas.
Hasta creí que te acercabas a mí de forma diferente… y ahí
empezó mi locura.
Esperé a que me dieras una señal de esperanza de que no iba a
ser un verano cualquiera. A que no era una tontería mía. Fuiste el artífice de
marcar un verano muy diferente en mi vida.
Pero antes de que empezáramos a pensar en el fin de las
vacaciones, desapareciste, dejándome una sensación extraña, un vacío que ni
siquiera sabía si tenía derecho a sentir. A partir de ese momento, el lugar se
me antojaba gris, frio y solitario.
Durante mucho tiempo, recordé todos tus gestos, cada palabra
que decías, y como la decías. Muchas veces me pregunté, si entre tú y yo, hubo
mucho o no hubo nada. Pero te lleve conmigo durante años. Formaste parte de mis sueños y fantasías, durante casi
toda mi juventud. Tú recuerdo era la evasión a todo lo que no me gustaba y
llenaste mis espacios vacíos de mil formas distintas. Idealice un hombre que
seguro no eras.
Pero poco a poco todas estas cosas, quedaron atrás. Se fueron
diluyendo a medida que crecía junto a mis expectativas de vida. Si en algún
momento volviste a mi memoria, fue para recordar con una sonrisa, la capacidad
de mis fantasías. Pasado el tiempo, hasta dudé de tu existencia. Hasta el
pueblo se iba borrando de mi memoria por esas cosas que tiene la emigración,
que si no pones remedio borra toda nuestra identidad.
Y no tuve oportunidad de poner remedio a nada de lo vivido
porque al final no somos dueños de nuestro destino. Me fui a estudiar a Paris,
dejando a mis padres al borde de la frontera española, donde siempre vivieron, ni
muy lejos ni muy cerca de la tierra que los vio nacer.
Y una vez más el destino se adueñó de mis proyectos. La orfandad
llego a mi vida a punto de terminar los estudios y tuve que encarar la
asignatura más difícil; sortear los miedos heredados de unos padres emigrantes.
Desechar la sensación de ser de tierra de nadie. Olvidar la palabra regreso
como si fuera el fin de una meta…aprendí a vivir en un lugar que por derecho
era parte de mí, aunque en el fondo siguiera sintiéndome de ninguna parte. Son esos
sentimientos extraños, una deuda heredada de mis mayores que yo tendría que
saldar y que continuamente aparcaba en el rincón más oscuro de mis sentidos,
porque no encontraba el modo de hacerlo.
Y después de muchos años, cuando ya parecía que todo estaba
en su sitio, en mi paseo matinal por las calles de Montmartre, en un día gris amenazando lluvia, hasta la Plaza
du Tertre, (plaza de los pintores) te encuentro en este arrabal parisino… O mejor
dicho, mi propio retrato, me detiene, para poner mi vida en el punto de aquel verano. Incrédula de lo que
estoy viendo, mis ojos van del retrato, a la persona que está sentada al lado,
pintando un cuadro. Soy incapaz de articular palabra, tratando de ubicar lo que
estoy viendo…y no tengo duda de que soy yo, en aquellos años adolescentes.
No sé el tiempo que estuve inmóvil tratando de dar crédito a
lo que estaba viendo, pero supongo que mi inmovilidad hizo que me miraras y que
también te sorprendieras. Porque fuiste tú, quien rompió el silencio diciéndome,
“sí, eres tú” y pronunciaste mi nombre como si fuera ayer la última vez que nos
vimos. En ese mismo momento pensé que no podías haber ido a otro lugar mejor
que este; desinhibido, de vida
despreocupada, alegría de vivir, y placeres mundanos, donde renombradas personalidades
en el arte le dieron la prestancia que hoy tiene.
Tu retrato no está en venta, me dijiste, mientras nos sentábamos
ante un café. Y a medida que ibas deshojando la historia de tu vida, me iba encontrando más
tranquila, pues en todo esto, me di cuenta, que tú habías perdido más que yo…y en ese momento
supe que había llegado a la frontera de nuestra historia.
María Calzada