A MI MADRE.
El lugar parece estar dormido, el tiempo ha pasado
silencioso, cambiando ligeramente el paisaje. La casa o lo que queda de ella,
junto a la ermita de san Andrés, son tristes figuras, que parecen querer
contarnos algo de lo mucho que miraron.
El día ya al atardecer, casi plomizo,
con nubarrones enormes y grisáceos, quietos y amenazantes en rozar mi cabeza, y
la de las espigas del trigo que se balancean ya levemente inclinadas y secas por
el sol, confirman ese paisaje en ocasiones abrupto de la tierra armuñesa.
Un poco más allá, casi a tiro de piedra de la casa, pasa un
arroyo, que en tiempos podía presumir de
aguas lentas, cristalinas, y serpenteantes, libre de contaminaciones y
flanqueada por algún álamo, zarzas y matorrales. Y en un recodo, donde el agua
se amansa y se embalsa en una pequeña poza, las mujeres colocaban, lavaderos y
tajuelas, para lavar los cuatro sayos mal contados de sus vestimentas, en todas
las épocas del año.
Cuentan que las idas y venidas eran tantas, que un sendero quedó marcado, de la casa al regato y que había tantos bastardos que a menudo el bufido de estos les acompañaba mientras lavaban.
Cuentan que las idas y venidas eran tantas, que un sendero quedó marcado, de la casa al regato y que había tantos bastardos que a menudo el bufido de estos les acompañaba mientras lavaban.
A lo lejos un monte mermado, parece esconder sonidos
metálicos, el eco de los cencerros de los bueyes que en un tiempo pastaron
entre las encinas, recobrando fuerzas para después seguir a ritmo parsimonioso
casi lastimero en la labor de las grandes besanas.
Intento imaginar entre las encinas, los chozos, donde discurrieron los primeros años de la vida diaria de las familias de los asentados, y boyeros.
Intento imaginar entre las encinas, los chozos, donde discurrieron los primeros años de la vida diaria de las familias de los asentados, y boyeros.
Tengo la impresión que no sólo los recuerdos de quienes
vivieron en estas tierras siguen de alguna manera paseando por una orografía
cambiante por el tiempo y que aquellos paisajes que arropaban sus trasiegos, era más acorde con sus vidas, sencillas
y simples pero llenas de entusiasmo por sortear los inconvenientes diarios.
Quise conocer el lugar donde mi madre, junto a mi padre, formó
su primer hogar. A pesar de que ya nada es como era, invita a soñar, porque los
dejamos marchar, malgastando el tiempo en no se sabe qué, y nos dejaron hambrientos
de saber mucho más.
Cuando indagamos en la vida de nuestros antepasados, también lo hacemos en la
nuestra, o cuando menos nos damos más vida. Somos lo que ellos fueron, lo que
nos dejaron. La vida nos importa más de lo que hacemos ver y aunque lo neguemos
queremos dejar huella de nuestro paso por ella.
Trato de desandar un camino que no conocí, donde rebuscando,
todavía existen señales que hablan de la vida vivida de mis padres, en un
tiempo ya casi olvidado.
Recuperar los escasos recuerdos arrebatados a mi madre
y envolverlos con los míos, en dulces sabores y melancolía. Retazos contados en
momentos esporádicos, como quien quiere desolvidar, casi con miedo, revolviendo en su memoria, con cautela, para
traer a cuento, aquello que considera que es oportuno. Momentos lejanos seguramente
evocados en muchas ocasiones, perdiendo en el tiempo parte de su contenido original, para convertirse en escuetos fragmentos de
inmensa nitidez. Es el juego de la memoria que nos enreda en mil historias, acomodándose
en nuestra vida en ocasiones para disfrazar u ocultar la verdad de lo vivido.
Nunca lo sabremos.
Mientras, revolveré entre los recuerdos, entre lo que fue y
lo que pudo ser, para amainar el desánimo de haberla perdido demasiado pronto. Y
darme la licencia de soñar, un placer robado a mis propios recuerdos.
Seguir teniendo la sensación de agarrarme de su mano, y pasear por el camino, entre los
encinares. Escuchar el sonido de las
aves que anuncian su presencia con el
aleteo del vuelo a nuestro paso, con el murmullo al fondo, del tintineo de un
rebaño que se recoge lento hacia los corrales. Y con todos los sonidos y
colores que envolvieron su vida, y la de todos los que estábamos a su
alrededor. Viviendo con todo lo que le
fue dado, porque venía con ella.
La sigo en ese paseo imaginario, con la sensación de apretar su
mano, y alzo mi cara y la miro embelesada, viendo como en su caminar, erguida, aspirando olores, dejándose mecer por
los vaivenes del viento, que deslizan su
pañuelo sobre el cuello, descubriendo el
cabello, para que los últimos rayos al
morir la tarde reflejen destellos luminosos, nos cieguen, a la vez que le
pintan la cara con reflejos
dorados. Y veo que su silueta se
dibuja alargada, haciéndome ilusiones de ir con una hermosa mujer, vestida
con trajes inalcanzables. Y yo
orgullosa de esa visión alargada, sonrío, creyendo haber ganado a las quietas
encinas de los lados del camino, porque sus
sombras de figuras
fantasmagóricas, ya no me dan miedo.
Y con la sensación de sus manos entre las mías, intento
ubicarme en esos lugares ya casi olvidados, y desgranar esos fragmentos de vida, en ocasiones
ahuyentando los fantasmas, en un tiempo que
no daba tregua a muchas bondades…
María Calzada.
María Calzada.