Este Blog ha nacido para dejar volar la imaginación, y al igual que las mariposas, anuncian su presencia con el aleteo de las alas, espero de vez en cuando volar para encontrar historias que contar.

29 de diciembre de 2014

FANI

FANI.
La niña de nueve años cogió al pequeño de apenas catorce meses  y lo colocó a horcajadas  en la cintura.
-Sácalo a  la calle, le había dicho la madre, a ver si se tranquiliza un poco.
El niño había superado una tos-ferina, y todos en la casa se habían cansado de oírlo toser. En pleno proceso la madre lo sacaba de paseo por los altos del terreno al cobijo de los árboles, pero por donde decían corría aire puro. Era tal la virulencia de la tos que ella prefería sacarlo, temiendo que en algún momento el niño no lo soportara más. Allí se agarraba a las faldas de la madre mientras la tos lo atacaba sin descanso.
Lo peor había pasado y el niño se encontraba echando de menos las atenciones especiales que la madre le había dado mientras estaba enfermo.  Y ahora era  Fani a quien le tocaba entretenerlo, mientras el resto de las mujeres; sus dos hermanas mayores junto a la madre, se hacían cargo de los trabajos de la casa.
A veces la tarea de “entretener” a su hermano pequeño la molestaba. Era muy pequeño e inquieto y tenía que estar muy atenta a todo lo que hacía, siempre le soltaban la misma retahíla; “cuidado que no le pase nada…no le sueltes de la mano…”, y ella procuraba repetírselo mientras vigilaba que no se alejara de su lado, que no cayera, o que no se metiera en la boca todo lo que pillaba por el suelo.
Había pasado de ser la más pequeña y recibir todas las atenciones, a verse con un hermano más pequeño  invadiendo su espacio, sin contar con ella, quitándole el trono de todas las atenciones. Se acabó su reinado. Se fue dando cuenta que poco a poco estaba entrando en ese trajín casero que ella hasta hacia nada lo veía con despreocupación y distancia. Ahora igual alejaba al niño de los ocupados mayores, que la podían poner al fregadero, ocupación que desde el primer momento no tuvo duda que odiaba.  Rascar el culo de las ollas hasta quitarle el tizne de la lumbre, era una exigencia de la madre, que la marcaria de por vida. No entendía  por qué, cada día había que rascarlas, si cada día se volvían a poner al fuego. Y como cada día remugaba con este argumento, su madre le decía: “¡tú también comes cada día…! “  Las puntualizaciones de la madre, solían ser concisas y directas; no había réplica, no quedaba más remedio que agachar la cabeza y seguir frotando fuerte con la piedra de Asperón y cuando no había, la misma ceniza de la lumbre servía. Ya se había dado cuenta que cuidar al pequeño era un mal menor comparado con el fregadero.
Con el niño cargado a horcajadas en la  cintura se alejo de la casa, camino hacia la alameda. Allí el regato apenas era un hilo de agua que corría sobre unos guijarros que hacían  que fuera tan cristalina que te invitaba a jugar. Dejaba al niño sentado en el suelo a una distancia prudencial  mientras ella chapoteaba, jugaba a perseguir diminutos peces o larvas que se escondían, entre los recovecos y sombras de las piedras que soltaban reflejos por el sol. También aprovechaba para lavarse los pies y la cara, procurando no mojarse el vestido. Después mirando al niño,  comprendió que no le iría mal si le lavaba la cara y le quitaba los mocos, que últimamente pugnaban por salir por los diminutos orificios como dos velas, que si no fuera porque a ella misma le molestaba sobre manera, le estarían colgando de forma permanente. El agua estaba muy fría y el pequeño terminaba de salir de la tos-ferina, le hubiera quitado la ropa para que chapoteara en el agua, sabía que le gustaba, pues ya lo había hecho alguna vez a riesgo de que las mujeres que estaban en casa se enteraran. Seguro que se llevaría una reprimenda, pero el niño se lo pasaba bien. En esta ocasión Fani fue juiciosa, cogió al niño debajo de su brazo izquierdo y se plantó en medio de la pequeña corriente. Enseguida el niño se dio cuenta de las intenciones de la hermana y comenzó a berrear, pero lo sujetó fuerte y medio agachada, con la mano derecha haciendo un cuenco cogía agua del riachuelo y la llevaba hacia la cara del niño, mientras le decía:
-¡Ya…! ya sé que te gustaría que te soltara, pero hoy tendrás que conformarte  con que te lave la cara y te quite esos mocos asquerosos que te cuelgan. ¡Veras que guapo  quedas…!
Cuando le pareció que estaba listo, salió del regato lo sentó en el suelo y le seco la cara con el revés de la falda de su vestido. Este gesto se lo había visto a su madre en muchas ocasiones y era el recurso que utilizaba cuando se dejaba en casa el pañuelo, o cualquier trapo que hiciera las veces de pañuelo.
-¿Ves que guapo? Ahora nos quedamos aquí un rato,  quietito… ¡eh!
Se estiró el vestido con las manos y se sacudió las briznas de hierba al tiempo que se tumbaba y agarraba al niño con una mano acercándolo a su costado para tenerlo controlado, sabía que le gustaba jugar con los botones de su vestido y se aseguró que se fijara en ellos. Lo miró a la cara embelesada y pensó con admiración que; lo quería con locura y que era el niño más guapo que había visto jamás, a pesar de que su llegada al mundo cambiara sus ratos de juegos por los cuidados hacía él.
Sonrió tapándose la cara con el antebrazo para evitar que los rayos de sol que se filtraban entre las ramas de los chopos la cegaran. Temiendo quedarse dormida por el sopor del calor resguardados al abrigo de la hierba y los arboles, afianzó el brazo alrededor del cuerpo del niño para asegurar, en caso de quedarse traspuesta, que no se marchara.
La sobresaltó el ruido de un rebaño de ovejas y se incorporó de golpe. Seguro que eran las ovejas de sus vecinos los pastores y con suerte las estaría arreando un niño más o menos de su edad. Se tocó la cara con las manos pues, juraría que de repente le ardía, se miraron tímidamente rehuyéndose. Cuando creyó que ya le daba la espalda, lo siguió con la mirada como se alejaba.

Tenía hambre, y automáticamente pensó en las fresas de  la  huerta de Abilio. La huerta no estaba muy lejos, de hecho la divisaba desde donde estaba, pues tenía la peculiaridad de tener por uno de los lados una pared de piedra con una puerta pequeña de madera, el resto estaba cercado por alambre de espino. Fani no entendía para qué la puerta, ella solo tenía que reptar por debajo de la alambre de espino para estar dentro. De vez en cuando hurtaba pequeños alimentos o fruta de temporada, a pesar de tener un miedo incontrolable al dueño de la huerta, pues se solía pasear con una chaqueta con botones dorados y una escopeta al hombro. Siempre lo rehuía a pesar de que no tenía razones para hacerlo, lo que tenía claro era, que la escopeta le daba miedo. Abilio era el guarda de la finca y la escopeta sin duda era la máxima autoridad, no era a ella sola, a la que el arma, cuando menos le imponía.
Decidió arriesgarse y después de extender la mirada hasta donde alcanzaba asegurándose de no haber nadie que se interpusiera en su camino, cogió en brazos al niño y se dirigieron hacia la huerta. Se dio cuenta que una de sus hermanas estaba lavando la ropa un poco más abajo en la corriente del regato, y decidió que no tenía que verla, de modo que no dejo de mirarla para asegurarse que no desviara la vista hacia donde ella estaba. Ya al abrigo de la pared de piedra, Fani  giró hacia la parte de las alambres y quedó libre de la posible mirada de su hermana.  
Dejó al niño en el suelo bocabajo como si fuera una rana, mirando hacia el interior de la huerta, con una mano levanto la alambre,   la otra la colocó en el trasero del niño y lo empujó hacia dentro como si fuera un bulto, el niño no tuvo posibilidad de remugar ni un poco, pues se vio sorprendido por el empujón y arrastrando su cara  por la tierra, instintivamente cerró ojos y boca. Ya era tarde cuando la niña se dio cuenta que el niño a pesar de cerrar la boca masticaba tierra, se aseguró de que no se la tragara al tiempo que miraba hacia donde estaban las fresas. Se encontraban al abrigo de la pared de piedra, formando una especie de isla, un lugar perfecto para no ser vista y hacia allí se dirigió con el niño.
El ansia de comer fresas no la dejo pensar en más cuidados y sentó al niño en medio de las parras, con la sana intención de que el niño viera con facilidad el exquisito fruto. Le indico lo que tenía que comer, pues no dudaba de que también le iban a gustar y le insistió en que solo lo de color rojo era lo que debía comer. Como el niño la miraba como si no supiera que le quería decir, lo instó a que mirara como cogía una y se la llevaba a la boca. Lo entendió enseguida, y Fani no perdió el tiempo, desde ese momento puso todo su empeño en comer todas las que pudiera. Se olvidó del niño que también se entretuvo en coger con sus manitas todo lo rojo que estaba a su alcance, llevando a la boca las que le parecía y la que no, las chafaba con las manos. Tan absorta estaba en engullir fresas que no se dio cuenta que a su lado rozándole el vestido se encontraban unas botas que la dejó paralizada, y que ella siguió muy despacio con la mirada hacia arriba, temblando  de miedo. Antes de que sus ojos se cruzaran, Fani sabía que era Abilio, después de las botas la escopeta era el signo más evidente. Se quedó quieta.
-¿Qué haces…? ¿Has visto que cara tiene tu hermano?, parece una sandia…
Fani giró la cara hacía su hermano, y si no fuera porque no sabía como salir de aquello, se hubiera reído. Su hermano generoso en redondez de cara y lleno del color rojo de todas las fresas que se había refregado por la cara, realmente parecía una sandía.
Volvió de nuevo la vista hacía Abilio,….éste con el gesto serio pero aguantándose la risa, detalle que la niña no alcanzo a ver le dijo:
-¡Anda, ponte un poco más allá, que son más gordas…! Y toma, le hizo un cucurucho con la hoja de un periódico, las que te quepan aquí se las llevas a tu madre.


                                                               María Calzada