Este Blog ha nacido para dejar volar la imaginación, y al igual que las mariposas, anuncian su presencia con el aleteo de las alas, espero de vez en cuando volar para encontrar historias que contar.

20 de febrero de 2014

EL HOMBRE DEL MULADAR 2ª Parte


EL BASTARDO

Cuando llegó a la altura del puentecillo de la gavia del molino, algo que había en el medio le hizo dar un grito de miedo y un salto, mientras arrancaba a correr hacia atrás chillando y llorando. Era un enorme bastardo, de al menos diez metros, según creía él, que estaba enroscado como los del mazapán que traían los Reyes Magos, en medio del puente. El padre le había dicho que si veía un bastardo escapara rápido, porque los bastardos cuando ven a las personas hincan la cabeza en el suelo, empiezan a silbar y a dar bardiascazos a un lado y a otro con tanta fuerza que si te pillan y te aciertan en la cabeza, te matan. Así es que no se atrevía a pasar. Además, debía haber cazado una rata de agua, porque de la boca le salía lo que era medio cuerpo y las patas y el rabo del animal. Se sentó en el camino con la cesta para ver si pasaba alguien y le ayudaba, pero no pasaba nadie y el tiempo iba corriendo y su padre estaría que echaba las muelas porque no le llegaba el almuerzo, así es que pensó la manera de arreglar aquello. “Si paso, pensaba, puede que como está comiendo no me haga nada, pero puede que se crea que le voy a atacar y se ponga con la cabeza para abajo y me sacuda con la cola y me mate. Si no paso, el que me va a matar es mi padre y encima no se lo creerá. A ver qué hago”.
De repente vio como el tirador le asomaba por el bolsillo del pantalón y su cara se le iluminó con una amplia sonrisa.Cogió un canto janjarreño del camino de un buen tamaño, lo puso en el material, estiró las gomas con todas sus fuerzas y puso la cabeza del bastardo justo en medio de la uve del tirador. Asentó con firmeza las piernas, apretó los dientes y soltó la mano que sujetaba la piedra. La piedra salió disparada con un sonoro zumbido hacía la cabeza del bastardo y los huesos se quebraron como si fueran de mantequilla. El bicho sorprendido vomitó la rata y comenzó a dar botes y a retorcerse durante un buen rato, sacudiendo coletazos al aire, hasta que poco a poco cesaron y solo se movía la parte de atrás de la cola, ondulándose y estirándose levemente. De la cabeza, partida en dos por el impacto de la piedra, salía un hilillo de sangre que iba creando un charquito oscuro en la tierra del camino.
Cuando se aseguró que no se movía, se acercó con mucho cuidado y con un palito lo movió, para ver si estaba muerto. El animal tenía los ojos cerrados y la lengua bífida fuera de la boca, inmóvil. La rata estaba muerta al lado. Le dio una patada y la lanzó a la gavia. Luego se agachó, lo cogió por detrás de la cabeza y con dos juncos que arrancó en las junqueras hizo una especie de cordel, lo ató por detrás de la cabeza del animal y se lo llevó arrastrando el camino adelante.
Se cruzó con Nieves, la mujer de Piruja, que venía en el burro y, muy sorprendida al ver al niño arrastrando al bastardo, le preguntó donde lo había encontrado.
- Lo he matao yo de un cantazo, en la gavia del molino, dijo todo orgulloso.
- ¡Cojona, que valiente eres…! ¿Y no te dan miedo esos bichos?
- Si me dan miedo, pero no me dejaba pasar y lo ventilé con el tirador.
¡Anda, anda, -dijo Nieves-, que valiente eres…! Hala, galanito, vete deprisita no se te vaya a enfriar el almuerzo, que tu padre te estará esperando en la buerta.
El sol ya estaba un poco por encima del teso del horno, así es que serían cerca de las diez, por lo que el padre le había explicado. dedujo que iba tarde, porque hacía una hora que había salido de casa y el padre estaría enfadado. pero cuando le enseñara sus trofeos de caza se iba a quedar con la boca abierta. Entre los trigales de la derecha del camino se oía el cántico de una perdiz llamando a los polluelos y en las huertas de la izquierda se notaba el frescor de la tierra recién regada y las norias, movidas por los borricos, entonaban una melodía de notas discordantes cada vez que las lengüetas golpeaban las ruedas dentadas que hacían mover los arcaduces que sacaban el agua fresca del fondo del pozo y la iban dejando caer con precisión milimétrica sobre el cajón metálico, estratégicamente colocado, con una sonoridad cantarina, monocorde y eterna. Los borricos, con los ojos tapados con un trapo para evitar el mareo que produce estar todo un día dando vueltas en el atril de una noria, se movían acompasadamente, haciendo girar la maquinaria y creando un sonido monótono que se iba extendiendo por el valle y acababa confundiéndose por el cántico del agua del regatillo que discurría por el medio saltando de piedra en piedra.
Desde lejos vio al padre asomándose al camino, con el sombrero de paja, sabio en sudores, de la mano, haciéndole señales para que anduviera más de prisa mientras soltaba al aire sus silbidos de enfado.
_¡Se va a quedar pasmao, cuando vea el bastardo!, pensó. Y una sonrisa suave iluminó su cara.
Pero cuando iba llegando oyó los reniegos del padre y las piernas comenzaron a no estarse quietas y a temblar.
- ¡ Mandan cojones- oyó que decía-; y que no hay manera con este tío, que se emboba siempre en el camino y llega a las mil y una. ¡Me cago en crista… y que no sirve con el. Tos los días comemos el almuerzo helao. Y que no escarmienta, el modorro éste!
Escondió el bastardo detrás del cuerpo, pero era demasiado tarde. El padre lo había visto, así es que decidió dejar de disimular y enseñárselo. El padre dio un respingo de potro espantado y se quedó paralizado. Cuando pudo reaccionar acertó a decir:
- ¿ Pero que hostias es eso que traes, un bastardo?. ¿Dónde te lo has encontrao?¿Tira eso ahora mismo, so guarro, que vas recogiendo todas las marranás que te encuentras… Me cago en….
- No me lo he encontrao, lo he matao yo.
_¿Cómo que lo has matao tú? ¡Capaz seras, mendrugo, de andar cazando bastardos! ¿Pero que te he dicho yo de esos bichos?¡ Cualquier día te mete uno pa la hura y allí te come! ¡¡ Tira eso ahora mismo!!
- Es que estaba en el medio del puente de la gavia del molino y no me dejaba pasar- dijo el niño amohinado-. Lo he matao de un cantazo con el tirador.
_Mira que llegas a ser mentiroso… ¡Si te dan un miedo que te cagas las patas abajo…!
- ¡Pues lo he matao yo, me da igual que no te lo creas!
- Te he dicho que lo tires ahora mismo en la cuneta que te sacudo un soplamocos que te apaño. Y ya te puedes estar lavando las manos en la regatera del agua, que o si no no almuerzas esta mañana. ¿Cómo llegas tan tarde?
-Es que entre el hombre del mudadal, los pájaros, la rana y el bastardo…
- ¡¡Pero de qué coño me estás hablando de mudadal, pájaros ranas, ni la madre que los parió…!!
- Es que también ha cazao un pardal y una rana- dijo al tiempo que metía la mano en el bolsillo del pantalón y sacaba la rana con la lengua fuera y el pájaro con la cabeza destrozada-. Pue eso, que entre…
- Te mato, me cagüen D….. Te mato pedazo de burro… Tira todas esas marranás ahora mismo. Y vete a lavarte las manos que te estrangulo. ¡Tú esta mañana no almuerzas! Ya te puedes ir a arrear el burro, que hasta la hora de comer no almuerzas, melón, más que melón. ¡Así llegas a estas horas!. ¿A qué hora has salido de casa?
_ Cuando salía el sol. Pero es que me encontré con el hombre del mudadal…
- ¿Pero quien coño es el hombre del mudadal?
- Ese alto, mu feo, que tiene un diente de oro…El que besó la calavera en el cementerio…
- ¿Qué calavera?. ¿Pero qué es lo que te estás inventando ahora de la calavera?.
- El del día del entierro del tío Arístides, que cogió la calavera de su madre y la besó.
- ¿De qué madre? ¿Pero tú te has vuelto loco?. ¿Quién va a saber cuál es la calavera de su madre?
- Dice que la sacó por el olor. Que todas las madres tienen un olor especial, como las ovejas…
-¿Como qué ovejas? ¿Pero cómo van a oler las madres como las ovejas, so zángano?
- No, yo no he dicho eso. Las madres no vuelen a oveja, pero los corderos chicos saben quién es la madre de cada uno por el olor…
- ¡Ah!, dijo el padre, un poco harto ya de las cosas que le contaban. Por el olor. ¿Y a que vuelen las madres?
- Dice el hombre del mudadal que las madres tienen todos los olores del mundo…y que las madres muertas vuelen igual que las vivas…y que el olor de una madre cuando se muere, se queda en casa y que…
- Déjalo, déjalo…Ya me lo contarás después… Trae p’acá la cesta que almorcemos, que estará el almuerzo como el carámbano… Como cada día, porque a ti no hay dios que te escarmiente… Cualquier día agarro un bardiasco y te mido bien medido, dijo el padre medio resignado ya, por el hambre y el estupor.
El niño cogió la cesta, que todavía dejaba escapar alguna gota de café y con mucha desconfianza la acercó a donde estaba el padre. Siempre almorzaban a la sombra de los espinos que daban entrada a la huerta, porque era un sitio fresco. Tenían un par de piedras grandes que le servían de asiento y un saco de esparto viejo, enrollado entre las matas que le servía de mantel. El padre desenrolló el saco y lo estiró sobre la fresca hierba, entre las dos piedras y abrió la cesta. Ya estaba acostumbrado a lo que vio, así es que movió la cabeza resignadamente, miró al niño con ojos de fastidio y no dijo nada. Sacó el perol esmaltado, gris por dentro, rojo por fuera y levantó la tapa. Todavía humeaba un poco.
- Menos mal que tu madre ya te conoce y debe poner la leche hirviendo, porque no sé como esto puede estar caliente todavía… ¿Dónde están las cucharas?.
- ¡Yo que sé.!. Pregúntaselo a la mama, que es quien hace la cesta, -dijo el niño-, mientras se lavaba las manos en el agua fresca de la regatera que discurría zigzagueando entre los cerros que formaban los canteros. Se habrá olvidado otra vez de meterlas… ¿Me voy a darle al burro?
-¿Tú ya has almorzao en casa?, dijo el padre haciendo ver que no se acordarba ya del castigo que le había impuesto.
- ¡Yo no!. Dijo la madre que metía almuerzo pa los dos. Pero como me has dicho…
- Anda, anda, lávate las manos y ven al comer, que andarás muerto de hambre. Ya no me acuerdo de lo que te he dicho. Haremos las cucharas con los rescaños del pan, como siempre.
El padre sacó el pan y lo cortó con la navaja que siempre llevaba en el bolsillo del pantalón. se la había traído su hermano Manuel de Bilbao un verano y el padre no se desprendía nunca de ella. Era una navaja mediana, con las cachas de nácar blanco y una pestaña en el inicio de la hoja de acero inoxidable, brillante y bien afilada, que servía para todo. Tenía unas letras gravadas que ponían “108 girodias”. ALBACETE. Decía el padre que el tío se habría dejao buenas perras pa comprarala, porque era de muy buena marca. Luego, con mucho cuidado vació la miga de dos rescaños para convertirlos en un cuenco, le cortó uno de los bordes y formó una cuchara que les serviría, como tantas otras veces, para compartir la leche con café, migada con pan, que era siempre el primer plato del día y el último de la noche. Por la mañana caliente y por la noche fresca, pues la madre la ponía entre dos corrientes de aire de la casa durante toda la tarde para que se enfriara. No había nevera, pero tampoco hacía mucha falta.
Los rayos metálicos del sol se filtraban por entre las ramas de los espinos, creando una simetría fina de líneas perfectamente rectas, donde el polvillo del camino creaba distorsiones de un color blancuzco, que se perdían al llegar al suelo verde. Algunas veces los pájaros cantores, jilgueros, verderones y pimienteros, atraídos por el olor de la comida, se posaban entre las ramas, acechando las migas de pan o de huevo y farinato que se desprendían de las manos de los que comían y que eran un manjar exquisito para ellos y dejaban escapar melodiosos cánticos que llenaban la naturaleza de una sensación inenarrable de armonías bellas.
Las hormigas competían con ellos, pero sabiendo que tenían la partida perdida de antemano y que en el mejor de los casos servirían de alimento a las aves, se mimetizaban entre las hierbas más altas tratando de pasar inadvertidas, sin conseguirlo nunca. Siempre acababan sirviendo de postre para un ruiseñor, un tordo, un jilguero o una oropéndola. Era la ley de la naturaleza. Los más débiles sirven de alimento a los más fuertes.
Un escarabajo pelotero, negro como un tizón, atravesaba los cerros arrastrando su pelota de basura, tratando de ir lo más rápido posible de un agujero inundado por el agua del riego y ponerse a salvo entre las hierbas del vallado, donde, seguramente, tenía otra hura. Pero un tordo, de plumaje negro zaino, salió rezongando de entre los espinos albares, cuajados de flores blancas y de hojas de verdores brillantes al sol de la mañana, lo enganchó entre las valvas de su fuerte pico y piando escandalosamente se perdió entre el seto del vallado para almorzárselo tranquilamente.
El niño trató de seguir un rayo del sol, de los que se filtraban entre las ramas, metiéndolo entre sus manos ahuecadas, pero el sol lo cegó totalmente y bajó la vista al suelo. Durante un breve momento cerró los ojos y una cortina de colores se formó en su cerebro, recordándole las luces de un carrusel de feria.
- ¿Este año iremos a la feria, padre?
- Ya veremos, lo que dan de si las alubias. Parece que mala pinta no llevan, pero en estas cosas del campo ninguno está libre de que un mal nublao aparezca un día y nos joda tol trabajo del verano. Y si no hay perras, no hay feria. Anda, arrecoge los cacharros y vete a arrear al burro. Friega los cacharros con la arena del pozanco por donde sale el agua y los pones a secar al sol.
-¿ Puedo coger la rana y el pardal?
-Haz lo que quieras. Ya que los has cazao. Y no te vayas al regato a cazar más ranas, que como se pare el burro te arreo un mosquilón detrás de las orejas…que te avío.
Un sol implacable del julio castellano llenaba el campo con los mil colores de las huertas, sacando brillos transparentes en el regaterón del agua que discurría cantarina para dar vida a las plantas que, si un mal nublao o una epidemia no las estropeaba, darían vida a una familia durante un año más, que es a lo que un labrador pobre aspiraba. hacía muchos años que una guerra cruel y fratricida y el nudo de una dictadura salvaje, les había hecho renunciar a la esperanza de una vida mejor. Sin embargo el hombre trataba de sobrevivir agarrado como una lapa, al trozo de tierra aterronada, que aún le permitía soñar en una vida mejor.

                                       M. Pablos.

A mi padre, Germán y a todos los que como él dejaron una parte de su vida entre los cerros. Con mi cariño y mi reconocimiento.