Este Blog ha nacido para dejar volar la imaginación, y al igual que las mariposas, anuncian su presencia con el aleteo de las alas, espero de vez en cuando volar para encontrar historias que contar.

21 de marzo de 2014

La Torre 6 (Ocho, más dos, diez)


A menudo al caer la tarde, mi padre se perdía por el monte más cerrado, donde buscaba algo de caza. Se dirigía hacia donde pensaba había visto alguna madriguera. Caminaba a ritmo acompasado apoyado en el porro y sin más compañía que el silencio del campo, roto por el ligero sonido de las ráfagas de viento, su respiración jadeante y el ruido del roce de las perneras de su viejo pantalón de pana, que llegaba a sus oídos como una musiquita, mientras las huellas de sus pasos quedaban marcadas profundamente en la hierba.


La soledad era su más fiel compañera y arropado en ella, dejando sentir el viento en la cara, como reafirmando su presencia, el goce de una libertad efímera, que le hacía rumiar quimeras inalcanzables y cotidianas realidades.

Continuaba la marcha, atento a cualquier movimiento, ubicando aquellos sonidos que solo un hombre como él y los mismos animales conocen. En cualquier momento podía salir una liebre, hacen las camas en en la superficie, entre la maleza o el hueco de una encina.

Pero a veces el momento de caza se rompía por la presencia inesperada de otros animales, también expertos cazadores, y fuertes competidores. La sombra de un gavilán sobrevolando su cabeza, daba al traste con la razón por la que se encontraba por allí. Ya había aprendido que cuando andaba cerca, era mejor dejar la caza para otro día. En alguna ocasión cuando ya había tirado el porro a una liebre y cuando ésta se revolvía por el golpe recibido, el Águila rápido en el vuelo le levantaba la pieza antes de que pudiera llegar a ella. No le quedaba más remedio que admirar su rapidez, pero si podía evitarlo no le facilitaba la caza.

Situaciones como esta hacían crecer su experiencia y le aumentaban su admiración por los animales, no solo por sus habilidades, también por lo hermoso de sus movimientos.

A menudo nos comentaba la belleza del gato montés. Huidizo y rápido, saliendo de su escondite por el ruido de su presencia. Ahora era mi padre quien se sorprendía y haciendo un alto en su caminar lo observaba achicando los ojos, mientras se alejaba envuelto por los destellos de los últimos rayos de sol, sorteando con habilidad encinas y carrascos. Satisfecho sonreía, sabiéndose un privilegiado por gozar de ese momento . 

El gato montés no era un animal que cazara habitualmente y menos cuando te salía de forma inesperada. Teniendo en cuenta que mi padre no tenia escopeta, solía cazarlo siguiendo sus huellas, sobre todo en invierno y mejor si había nieve. Así podía sorprenderlo en su escondite. La piel era muy apreciada y le permitía ganar unas perras vendiéndosela a su amigo, El Bobo la Coña.

Muchos pasos perdidos han quedado en los terrenos de La Torre y seguro que algunos quedaron profundamente marcados en su alma si al tiempo pasaban por su cabeza preocupaciones o cierta desazón por lo que hubiera de ocurrir.

Corría el año 1954 y ya llevaban viviendo en La Torre cerca de diez años. Se empezaba a tejer otro futuro para la finca. Señales, apenas imperceptibles para quienes vivían en ella, indicaban que el futuro no era seguro. 

Mi padre ya tenía 47 años, estaba entrando en esa vejez prematura del campesino, por la dureza del trabajo y las condiciones de vida. 

España ya llevaba veinte años de dictadura, con las consecuencias nefastas que el régimen acarreaba. A pesar de las dificultades, que eran muchas, se salía adelante como se podía, pero económicamente este país era un desastre. Reformas estructurales eran necesarias y aunque el gobierno empezaba a hacer pequeños gestos para reavivar la economía, pues estábamos aislados del resto del mundo. El miedo seguía instalado en la mente de los ciudadanos y esto marcaba el hacer y decir las cosas. Seguíamos inmersos en el ostracismo.

A pesar de todo el ciudadano normal y corriente seguía viviendo sin saber demasiado, qué ocurría más allá de su vida cotidiana. Cierto es que aprendieron a observar, a leer gestos y, en ocasiones, a defenderse de situaciones fantasmagóricas provocadas por el miedo que el régimen se encargaba de extender.

Las mujeres empezaron a preocuparse por su estética en el vestir. La moda entraba tímidamente en los hogares españoles. Fue una época de las más elegantes. Los vestidos rectos o con amplias faldas ceñidas a la cintura, los sujetadores y corsés armados, las faldas por debajo de la rodilla, marcaban, con cierto recato, la figura de la mujer, acompañado de los complementos a juego y los peinados, con recogidos o el pelo suelto ondulado. Y en casa por esa afición a la costura de mis hermanas mayores, con los pocos figurines que llegaban a sus manos, creaban su propia vestimenta y la que ya empezaban a coser para otras. 

Con este panorama, mi padre y el resto de la familia trataban de asumir el nuevo embarazo de mi madre. Sería el último, pero aumentaría la familia hasta nueve miembros, que ciertamente daba vértigo. Mis padres jamás dieron muestras de flaqueza ni desilusión, nunca le oímos una queja por la carga de tantos hijos, todo lo contrario, era como si el ser muchos fuera lo más natural. Seguramente la procesión iba por dentro, porque en aquellos tiempos a tantos hijos, pocas cosas podían darle, nada más que la esperanza de ponerlos a trabajar en cuanto pudieran, y fueran lo suficientemente listos con la escasa escuela que tenían, para ganarse la vida. 

En tiempos donde las visitas al médico, por traer un hijo al mundo, no era lo habitual, a no ser que hubiera problemas muy evidentes, éste afortunadamente transcurría, al igual que los anteriores, con total normalidad.

Mi madre merecería capítulos aparte. Si mi padre ha sido un ser especial, ella ha colmado todas nuestras necesidades con un talante y afabilidad, difícil de explicar. Dispuesta y callada siempre tiraba para adelante sin una queja; a ella la vida también le puso obstáculos difíciles de pasar y en el momento de este embarazo, su hermana Ana María, la mujer del tío Cándido, andaba luchando por la vida. Probablemente sin saberlo, las muchas caminatas desde La Torre a Topas para asistir a su hermana, facilitaron un parto que hasta llegado el momento no supieron que venía con sorpresa.

Es difícil de creer que después de pasar por ocho embarazos mi madre no intuyera lo que estaba pasando. Yo creo que sí, aunque ella no lo mencionara, bastante susto tendría encima. 

Mis padres a pesar de vivir desde que se casaron en dehesas cercanas a Topas, aquí tenían una casa pequeñita, que en inviernos duros le servía a mi madre para pasar algunas temporadas con los hijos. La casa estaba ubicada entre la antigua casa del maestro y la casa que hace esquina con el campito. Tenía un horno de leña donde, mi tía Viges y mi madre, se reunían una vez a la semana para amasar y hornear el pan para las dos familias. 

En esta casa tuvieron lugar algunos de los partos, con ayuda de la comadrona del pueblo, Jacinta. Y aquí también fue el último por el que había de pasar mi madre. 

Y cuando oficialmente la primavera anunciaba su primer día, el nuevo ser estaba dispuesto a nacer y conocer el mundo. Todo va bien, nace una niña… pero la comadrona entiende que algo raro está pasando y anuncia a los que esperan fuera de la habitación, - que debían ser una buena recua- ,que vayan a buscar al médico con urgencia. Así se hizo, con la suerte de encontrar al doctor Ponce, el médico del pueblo, disponible. Mientras, aumenta la preocupación en los que esperaban. Pero solo justo al tiempo de llegar el médico, apenas fueron unos minutos, se dio cuenta que el problema no era otro que el parto no había terminado. Otro bebé apuntaba nueva vida. Dos niñas, vinieron al mundo para aumentar el número de hijos. La sorpresa fue mayúscula. Y es fácil imaginar que algunos tardaron en asimilar la noticia. Las hermanas mayores en un primer momento solo pesaban en el trabajo que se les venía encima: ahora no solo era criar a una, eran dos. No habían terminado de ayudar a criar al que nos precedía, Eusebio, que apenas tenía trece meses y al anterior, Cándido, tres años, que habían de empezar otra vez a cambiar pañales y dar biberones. 

A la primera en nacer le pusieron el nombre de Eduvigis y a la segunda María Francisca, que soy yo. Pasado el primer susto, empezaron a mirarnos con otros ojos. El deber y la responsabilidad se ponen en marcha. Mi padre regresa a la boyada que había dejado al cuidado de los hijos mayores. Esperan ansiosos saber qué ha sido, niño o niña. Antonio, que siempre ha sido el más niñero, es el primero en preguntar con ilusión, y mi padre contesta: “¡qué ha sido, no, qué han sido… dos niñas… ocho, más dos, diez!” Esta última frase se repetiría en los primeros días de nuestra vida por diferentes motivos. En los primeros momentos se la repetía a sí mismo para cerciorarse de la realidad de la situación. Después, ante lo inevitable, ahuyentaba los inconvenientes y anhelaba con esperanza alguna ventaja. Así se lo hizo saber a su amigo Laureano, el que durante muchos años fue encargado de la finca San Cristóbal.

Laureano le acompañó como testigo a inscribirnos en el registro y por el camino fue quien pronuncio la frase acompañada de un leve taco, de los muchos y fuertes que solía aderezar sus conversaciones; “Coño Eusebio, ocho, más dos, diez…” a lo que mi padre, enigmático, -que sabia serlo cuando quería- le contestó: “Sí, pero estas me darán la vida…”. Esta anécdota nos la contaba muchas veces, aunque tardé tiempo en entender el significado de la frase. Después de tener una casa llena de hijos, el miedo a la soledad era patente.

Toda la vida nos han conocido como las mellizas, aunque realmente no lo somos, somos gemelas. El ser dos y las más pequeñas, hacia que todo lo que ocurriera a nuestro alrededor tenía connotaciones distintas, en ocasiones exageradas, protagonizadas la mayoría de las veces por nuestra propia familia.

El nacimiento gemelar en cualquier casa, incluso hoy en día, es un acontecimiento lleno de dudas y miedos. Si además esto ocurre en una familia con tantos hijos, se desatan incluso situaciones externas, a veces difíciles de tratar. En nuestro caso no fue menos. 

Siempre existen personas con necesidades legítimas, pero que obsesionados por conseguir esa necesidad, no son capaces de medir las consecuencias, creyendo que su necesidad puede subsanar los posibles apuros de otras. Así en los primeros días de nuestra vida las visitas fueron muchas, pero la de dos personas en concreto eran diarias: Quica, la Mindaca, y Cruz, prima de mi madre se paseaban por casa con insistencia y pretensiones que en un principio no se atrevían a exponer claramente.

Las dos estaban empecinadas en tener familia como fuera, y para ellas la salida más fácil era que una familia numerosísima como la nuestra se viera apurada y accedieran a dar un hijo. ¿Y qué mejor ocasión que cuando han nacido dos al mismo tiempo? Cada una de ellas por separado, ronronearon como los gatos el tema. Las conversaciones debieron hacerse dentro de casa sin ningún recato de que hubiera niños por el medio. Debía ser de tal manera que un momento determinado mi hermano Antonio nos miraba en la cuna y le dijo a mi madre: “¡ mama pero si son muy bonitas…!”

Quica la Mindaca, era muy lista y rápido entendió que no iba a conseguir nada y que seguramente su interés había llegado demasiado lejos y, me imagino, que para disimular el fallido intento o para consolarse le pidió insistentemente a mis padres que la dejaran ser madrina de una de las niñas y le pusieran su nombre. ¡Ay!, mi madre que era una santa, renuncio a ponerme el nombre de su hermana, Ana María, que hacía tres meses había muerto, para concederle la mitad del capricho a la que ha sido mi madrina. Así, oficialmente, mi nombre es María por mi tía y Francisca, por Quica, diminutivo de Francisca. Lo de Francisca, a pesar de que también es el nombre de mi madre, siempre me sentó como un tiro, y no sabría explicar por qué. Quica pasados unos años tuvo suerte, y parió a su propio hijo, a quien le tengo aprecio, del mismo modo que se lo tuve a sus padres.

Cruz ronroneó más tiempo, hasta que a mi padre ya le pareció que era suficiente y un día la espero para decirle; “A esta casa puedes venir cuando quieras, pero de este tema no se habla más. Aquí no sobra ningún hijo, y un consejo te doy: lo que quieres hacer sería mejor que lo hicieras fuera del pueblo, tendrás menos problemas”.

Del tema no se volvió a hablar y del consejo que le dio, que estaba lleno de sentido común, no le hizo caso. 

A pesar de este incidente, por llamarlo de alguna manera, la relación con las dos familias siempre ha sido buena y con Cruz después de muchos años tuve ocasión de hablar del tema, de forma distendida, -porque para mí esto no es más que una anécdota-, en un viaje que hizo aquí a la isla. Como es natural, en ese momento no había presente nadie que fuera testigo de los hechos y, amablemente, me lo negó. Pero mis hermanas mayores todavía viven para poder contarlo.

Como hemos sido las más pequeñas hemos crecido entre los brazos de todos para malcriarnos, y sobre todo, en los de las hermanas mayores, Agustina y Emilia. Ellas han sido también nuestras madres, las que siempre están ahí. También mi hermana Fermi, a pesar de ser solo siete años mayor, acarreaba con nosotras en muchos momentos que las demás estuvieran ocupadas y nos sacaba de paseo por los alrededores de las casas de la Torre, llevándonos cogidas a cada lado de sus caderas. Hecho este que le hacía mucha gracia a Delfina, la mujer del Romo, cuando iba a visitar a la familia del guarda. 

Delfina cuando la veía cargada con las dos niñas, siempre le hacia la misma pregunta; -¿Y cómo sabes quien es una y quien es la otra? 

–Espere un momento. Decía mi hermana, al tiempo que levantaba el vestido de una, para mirar el ombligo, y dependiendo de si el ombligo estaba hacia afuera o hacia dentro ya sabía el nombre de cada una con certeza. Situaciones como esta ha sido una constante en nuestra vida, porque lo cierto es, que no nos distinguía nadie, incluida la familia, aunque alguno haya presumido de ello, siempre necesitaban alguna señal. De pequeñas nuestros padres nos conocían por el llanto, de mayores por la voz. Mi padre cuando dudaba siempre esperaba a que habláramos para estar seguro de con quien estaba. Y cuando nos ha parecido, hemos engañado a quien nos ha venido bien. 

                                          María Calzada.