FANI.
-Sácalo a la calle, le
había dicho la madre, a ver si se tranquiliza un poco.
El niño había superado una tos-ferina, y todos en la casa se
habían cansado de oírlo toser. En pleno proceso la madre lo sacaba de paseo por
los altos del terreno al cobijo de los árboles, pero por donde decían corría
aire puro. Era tal la virulencia de la tos que ella prefería sacarlo, temiendo
que en algún momento el niño no lo soportara más. Allí se agarraba a las faldas
de la madre mientras la tos lo atacaba sin descanso.
Lo peor había pasado y el niño se encontraba echando de menos
las atenciones especiales que la madre le había dado mientras estaba
enfermo. Y ahora era Fani a quien le
tocaba entretenerlo, mientras el resto de las mujeres; sus dos hermanas mayores
junto a la madre, se hacían cargo de los trabajos de la casa.
A veces la tarea de “entretener” a su hermano pequeño la
molestaba. Era muy pequeño e inquieto y tenía que estar muy atenta a todo lo
que hacía, siempre le soltaban la misma retahíla; “cuidado que no le pase nada…no
le sueltes de la mano…”, y ella procuraba repetírselo mientras vigilaba que no
se alejara de su lado, que no cayera, o que no se metiera en la boca todo lo
que pillaba por el suelo.
Había pasado de ser la más pequeña y recibir todas las
atenciones, a verse con un hermano más pequeño invadiendo su espacio, sin contar con ella, quitándole
el trono de todas las atenciones. Se acabó su reinado. Se fue dando cuenta que
poco a poco estaba entrando en ese trajín casero que ella hasta hacia nada lo
veía con despreocupación y distancia. Ahora igual alejaba al niño de los
ocupados mayores, que la podían poner al fregadero, ocupación que desde el
primer momento no tuvo duda que odiaba. Rascar
el culo de las ollas hasta quitarle el tizne de la lumbre, era una exigencia de
la madre, que la marcaria de por vida. No entendía por qué, cada día había que rascarlas, si
cada día se volvían a poner al fuego. Y como cada día remugaba con este
argumento, su madre le decía: “¡tú también comes cada día…! “ Las puntualizaciones de la madre, solían ser concisas
y directas; no había réplica, no quedaba más remedio que agachar la cabeza y
seguir frotando fuerte con la piedra de Asperón y cuando no había, la misma
ceniza de la lumbre servía. Ya se había dado cuenta que cuidar al pequeño era
un mal menor comparado con el fregadero.
Con el niño cargado a horcajadas en la cintura se alejo de la casa, camino hacia la
alameda. Allí el regato apenas era un hilo de agua que corría sobre unos
guijarros que hacían que fuera tan
cristalina que te invitaba a jugar. Dejaba al niño sentado en el suelo a una
distancia prudencial mientras ella chapoteaba,
jugaba a perseguir diminutos peces o larvas que se escondían, entre los
recovecos y sombras de las piedras que soltaban reflejos por el sol. También aprovechaba
para lavarse los pies y la cara, procurando no mojarse el vestido. Después mirando
al niño, comprendió que no le iría mal
si le lavaba la cara y le quitaba los mocos, que últimamente pugnaban por salir
por los diminutos orificios como dos velas, que si no fuera porque a ella misma
le molestaba sobre manera, le estarían colgando de forma permanente. El agua
estaba muy fría y el pequeño terminaba de salir de la tos-ferina, le hubiera
quitado la ropa para que chapoteara en el agua, sabía que le gustaba, pues ya
lo había hecho alguna vez a riesgo de que las mujeres que estaban en casa se
enteraran. Seguro que se llevaría una reprimenda, pero el niño se lo pasaba
bien. En esta ocasión Fani fue juiciosa, cogió al niño debajo de su brazo
izquierdo y se plantó en medio de la pequeña corriente. Enseguida el niño se
dio cuenta de las intenciones de la hermana y comenzó a berrear, pero lo sujetó
fuerte y medio agachada, con la mano derecha haciendo un cuenco cogía agua del
riachuelo y la llevaba hacia la cara del niño, mientras le decía:
-¡Ya…! ya sé que te gustaría que te soltara, pero hoy tendrás
que conformarte con que te lave la cara
y te quite esos mocos asquerosos que te cuelgan. ¡Veras que guapo quedas…!
Cuando le pareció que estaba listo, salió del regato lo sentó
en el suelo y le seco la cara con el revés de la falda de su vestido. Este
gesto se lo había visto a su madre en muchas ocasiones y era el recurso que
utilizaba cuando se dejaba en casa el pañuelo, o cualquier trapo que hiciera
las veces de pañuelo.
-¿Ves que guapo? Ahora nos quedamos aquí un rato, quietito… ¡eh!
Se estiró el vestido con las manos y se sacudió las briznas
de hierba al tiempo que se tumbaba y agarraba al niño con una mano acercándolo
a su costado para tenerlo controlado, sabía que le gustaba jugar con los botones
de su vestido y se aseguró que se fijara en ellos. Lo miró a la cara embelesada
y pensó con admiración que; lo quería con locura y que era el niño más guapo
que había visto jamás, a pesar de que su llegada al mundo cambiara sus ratos de
juegos por los cuidados hacía él.
Sonrió tapándose la cara con el antebrazo para evitar que los
rayos de sol que se filtraban entre las ramas de los chopos la cegaran. Temiendo
quedarse dormida por el sopor del calor resguardados al abrigo de la hierba y
los arboles, afianzó el brazo alrededor del cuerpo del niño para asegurar, en
caso de quedarse traspuesta, que no se marchara.
La sobresaltó el ruido de un rebaño de ovejas y se incorporó
de golpe. Seguro que eran las ovejas de sus vecinos los pastores y con suerte las
estaría arreando un niño más o menos de su edad. Se tocó la cara con las manos
pues, juraría que de repente le ardía, se miraron tímidamente rehuyéndose.
Cuando creyó que ya le daba la espalda, lo siguió con la mirada como se
alejaba.
Tenía hambre, y automáticamente pensó
en las fresas de la huerta de Abilio. La huerta no estaba muy
lejos, de hecho la divisaba desde donde estaba, pues tenía la peculiaridad de tener
por uno de los lados una pared de piedra con una puerta pequeña de madera, el
resto estaba cercado por alambre de espino. Fani no entendía para qué la
puerta, ella solo tenía que reptar por debajo de la alambre de espino para estar
dentro. De vez en cuando hurtaba pequeños alimentos o fruta de temporada, a
pesar de tener un miedo incontrolable al dueño de la huerta, pues se solía
pasear con una chaqueta con botones dorados y una escopeta al hombro. Siempre lo
rehuía a pesar de que no tenía razones para hacerlo, lo que tenía claro era,
que la escopeta le daba miedo. Abilio era el guarda de la finca y la escopeta
sin duda era la máxima autoridad, no era a ella sola, a la que el arma, cuando
menos le imponía.
Decidió arriesgarse y después de extender la mirada hasta
donde alcanzaba asegurándose de no haber nadie que se interpusiera en su
camino, cogió en brazos al niño y se dirigieron hacia la huerta. Se dio cuenta
que una de sus hermanas estaba lavando la ropa un poco más abajo en la
corriente del regato, y decidió que no tenía que verla, de modo que no dejo de
mirarla para asegurarse que no desviara la vista hacia donde ella estaba. Ya al
abrigo de la pared de piedra, Fani giró
hacia la parte de las alambres y quedó libre de la posible mirada de su
hermana.
Dejó al niño en el suelo bocabajo como si fuera una rana,
mirando hacia el interior de la huerta, con una mano levanto la alambre, la
otra la colocó en el trasero del niño y lo empujó hacia dentro como si fuera un
bulto, el niño no tuvo posibilidad de remugar ni un poco, pues se vio
sorprendido por el empujón y arrastrando su cara por la tierra, instintivamente cerró ojos y
boca. Ya era tarde cuando la niña se dio cuenta que el niño a pesar de cerrar
la boca masticaba tierra, se aseguró de que no se la tragara al tiempo que
miraba hacia donde estaban las fresas. Se encontraban al abrigo de la pared de
piedra, formando una especie de isla, un lugar perfecto para no ser vista y
hacia allí se dirigió con el niño.
El ansia de comer fresas no la dejo pensar en más cuidados y sentó
al niño en medio de las parras, con la sana intención de que el niño viera con
facilidad el exquisito fruto. Le indico lo que tenía que comer, pues no dudaba
de que también le iban a gustar y le insistió en que solo lo de color rojo era
lo que debía comer. Como el niño la miraba como si no supiera que le quería
decir, lo instó a que mirara como cogía una y se la llevaba a la boca. Lo entendió
enseguida, y Fani no perdió el tiempo, desde ese momento puso todo su empeño en
comer todas las que pudiera. Se olvidó del niño que también se entretuvo en
coger con sus manitas todo lo rojo que estaba a su alcance, llevando a la boca
las que le parecía y la que no, las chafaba con las manos. Tan absorta estaba
en engullir fresas que no se dio cuenta que a su lado rozándole el vestido se
encontraban unas botas que la dejó paralizada, y que ella siguió muy despacio con
la mirada hacia arriba, temblando de
miedo. Antes de que sus ojos se cruzaran, Fani sabía que era Abilio, después de
las botas la escopeta era el signo más evidente. Se quedó quieta.
-¿Qué haces…? ¿Has visto que cara
tiene tu hermano?, parece una sandia…
Fani giró la cara hacía su hermano, y
si no fuera porque no sabía como salir de aquello, se hubiera reído. Su hermano
generoso en redondez de cara y lleno del color rojo de todas las fresas que se
había refregado por la cara, realmente parecía una sandía.
Volvió de nuevo la vista hacía Abilio,….éste
con el gesto serio pero aguantándose la risa, detalle que la niña no alcanzo a
ver le dijo:
-¡Anda, ponte un poco más allá, que
son más gordas…! Y toma, le hizo un cucurucho con la hoja de un periódico, las
que te quepan aquí se las llevas a tu madre.
María Calzada
No hay comentarios:
Publicar un comentario
GRACIAS POR DEDICARME UNOS MINUTOS DE TÚ TIEMPO