Manuel Pablos, describe en este relato, algunos de los
momentos de la vida de un niño y los habitantes
de su pueblo, (nuestro pueblo).
Nadie como él sabe utilizar el lenguaje de ese ambiente
rural de épocas pasadas. Y para
quien conocemos esa forma de expresarse y hacer de nuestros mayores, nos es fácil situarnos en el momento exacto de la
historia, sintiendo que también somos
parte de ella.
No perdáis la ocasión de emocionaros.
Los pájaros
reñían como cada mañana en lo alto del tejado de la cochera de Paco el Patito, cuando el niño enfilaba el camino de La Fuente con la cestilla
del almuerzo colgada del brazo, doblado en forma de ele. Dejó la cesta en el
suelo, se sacó el tirador del bolsillo del pantalón, puso una piedra en la piel
de gato y con mucho cuidado dirigió la horquilla hacia el tejado y puso entre
los palos en forma de uve a uno de ellos. Estiró las gomas y soltó
la piedra. El pardal pegó un bote y cayó como un fardo en la tierra del camino.
El niño pegó un salto de alegría, se le aceleró el corazón y corrió hacia donde
había caído el pájaro, que daba vueltas con los estertores de la muerte,
intentando elevarse hacía un cielo que ya nunca más surcaría. El niño lo agarró
por las patas y le dio un golpecillo en la cabeza contra una piedra y el pájaro
se quedó rígido, con las patas muy estiradas. Se lo metió en el bolsillo
izquierdo del gastado pantalón de pana, guardó el tirador en el bolsillo
derecho, agarró la cesta y continuó su camino. El sol comenzaba a asomar por la
gavia del molino y a pesar de que era verano, hacía un cierto fresquillo
que hizo que su cuerpo se estremeciera un poco. En las alamedas los
pardales, ruiseñores, jilgueros y verderones, montaban una orquesta
indescriptible de trinos, saludando los primeros rayos del sol. Del alto del
campanario le llegó el crotoreo de la cigüeña que se desperezaba de su
garabato y desde su atalaya escrutaba el campo en busca del almuerzo.
Al llegar al
puentecillo de piedra, desgastada por el uso diario de las pisadas del hombre y
de los animales, en vete tú a saber cuantos cientos de años, oyó croar a las
ranas y vio una enorme medio escondida entre las espadañas. Estaba encima de
una hoja grande y su piel verdosa oscura, llena de manchas negras, brillaba con
la luz matinal. Volvió a dejar la cesta en el suelo, sacó de nuevo el tirador,
cargó la piedra, apuntó al cuerpo del animal y tensó las gomas, la piedra salió
disparada y la rana quedó boca arriba estirando y encogiendo las patas, con un
palmo de lengua asomándole por la boca. El niño bajó al regatillo, recogió la
rana agarrándola por las patas y le dio unos golpes sobre una piedra hasta que
notó que ya no se movía. Se la metió en el bolsillo, junto con el pájaro,
volvió a cargar con la cesta y enfiló el camino, con los ojos brillándole como
ascuas.
- Que bueno
soy, con el tirador- se dijo para él mismo-; cuando se lo cuente al padre, no
se lo va a creer.
Después de
la curva del regato salió a la llanura y los rayos del sol incidieron en sus
ojos, provocándole una ceguera momentánea y haciéndole saltar las lágrimas. Se
los frotó con el dorso de la mano y se los protegió haciendo visera con la
misma mano sobre la frente, hasta que vio de nuevo. Y entonces lo vio.
El hombre
del cementerio estaba en medio del muladar con la horca clavada en la basura. Era
alto, feo de cara, un tanto desgarbado de cuerpo y con una ligera chepa, fruto
del trabajo de muchos años. Llevaba un jersey viejo y unos pantalones muy
sucios, de pana, llenos de remiendos. Tenía puestas unas botas altas de goma
negra, por las que resbalaba un líquido de color marronoso, que cubría el suelo
entre las dos partes en que había dividido al muladar. El olor era nauseabundo,
pero al hombre no parecía importarle mucho. Cuando llegó a su altura, el hombre
dejó el trabajo, lo miró con curiosidad, envaró la figura y mirándolo con sus
ojos saltones le dijo:
- Buenos
días, amigo. ¿ Pa onde caminas con la cesta?
- Buenos
días,- le respondió-; pos voy a la buerta, a llevarle el almuerzo al padre.
- Coño, pues
no andes diendo, hombre. Déjala aquí y así no tendrás que cargar con ella.
- ¡Si
hombre!- le respondió -, y luego cuando llegue… ¿qué le digo a mi padre?.
- Pos que le
vas a decir, que nos hemos comido el almuerzo en el camino. ¿A él que más le
da?
- Ya…claro.
Tu eres mu listo, dijo el niño riéndose… ¿ qué estás haciendo con la basura?
- Le estoy
dando la vuelta al “mudadal”, pa que se cueza bien y salga buen estiércol.
- ¿Los
“mudadales” se cuecen?, dijo el niño abriendo mucho los ojos.
- Pos luego.
Se tienen que cocer bien, pa que se mezclen los jugos y cuando se tiren en la
tierra le den buen alimento al trigo, hombre.
- ¿El trigo
se alimenta de basura?
- ¡To, coño,
pues claro! y del agua que cae cuando llueve y del sol y de las cubiertas… y
las remolachas de la tu buerta también…
- ¡ Si,
hombre, ¿y qué más?.! Yo he comido las
remolachas de la mi buerta y saben dulces y la basura debe saber a mierda.
- Pa chasco.
Si la basura es mierda, ¿a qué va a saber?. Yo no sé mu bien como pasa, porque
casi no andé a la escuela, pero las cosas son asín.
- ¿Y no te
da asco estar ahí con lo mal que huele?
- ¡Joder, si
me da asco!, pero a ver qué va a hacer uno. Si se quiere comer, hay que
trabajar….!
De debajo
del muladar salía un líquido marrón, oscuro y maloliente, que iba resbalando
por la cuneta para perderse entre los yerbajos de la orilla del camino y por
encima, los rayos del sol naciente dejaban entrever un humillo que ascendía
hacia el cielo puro de la mañana y se diluía en el aire frío, despidiendo un
tufillo desagradable que hacía que el niño arrugara la nariz y su cara se plegara
en un rictus de desagrado. Las botas del hombre chapoteaban en ese lodazal con
un ruido desagradable, dejando escapar por debajo chorrillos putrefactos, pero el
hombre seguía con su tarea, ajeno por completo a lo que para él era natural.
- El otro
día te vi en el cementerio – le dijo el niño-; en el entierro de mi tío Arístides.
- ¡Ah sí!,
que en gloria esté. Mira al hombre se le arregló pronto el asunto. Y no era
nada viejo, pero toda esa familia de los herreros se van muriendo jóvenes. Mira
tu abuelo Manuel, no llegaba a los cuarenta. Tu no lo conocistes. Lo llamaban
el tío Boquiche, porque tenía una boca mu chica. Y era chiquitillo y poca cosa,
pero no veas lo listo que era el jodío. Te arreglaba las arrejas en ná. Y te
hacía cualquier herramienta bien rematá y en poco tiempo. La bola y la cruz que
hay encima del campanario las hizo él. Y las cercas de hierro que hay en las
tumbas del cementerio, esas que están tan bién trabajás, entre tu tío Arístides
y tu abuelo las han hecho, yo creo que todas.
- Te vi
besar una calavera que había en el montón de tierra…
-Sí, era la
de mi madre, que se murió hace tiempo.
- ¿Y cómo
sabías que era la de tu madre?
-Por el
olor. El olor de una madre no se olvida nunca. Yo creo que como de chiquinines
te dan tanto la teta y te acunan tanto, te se queda el fato enganchao en el
cerebro y ya no te se desprende nunca.
-Pero los
muertos huelen mal, ¿no?
- Buelen mal
si no son los tus muertos, pero la calavera de mi madre olía a madre. Mira los
corderos: Ende chiquinines, recién nacidos, se agarran a las tetas de su madre
a mamar y ya no se confunden nunca. Entre todas las ovejas que aiga, siempre se
van a la que es su madre. Y ya se están con ella pa siempre. Eso es por el olor,
que se les queda dentro. Porque ellos inteligencia…no creo yo que tengan. Ya te
digo, galán, el olor de una madre es pa siempre… una madre tiene todos los
mejores olores del mundo y, cuando se muere, el su olor se queda mucho tiempo
por la casa, como si no quisiera irse. Y hala, camina con el almuerzo, que
cuando llegues a la buerta va a estar frío y yo ya he descansao un rato. Ya
charlaremos en otro momento.
El niño
cogió la cesta que había dejado en el suelo, se la colgó en el brazo y se
despidió del hombre del muladar.
- Bueno,
pues hasta otro rato.
-Con dios,
galán. Y vete ligero, que tu padre tendrá hambre.
Arrancó
camino arriba, mirando a derecha e izquierda. Las huertas sembradas, estiraban
sus hojas al sol naciente como si despertaran del frío y la modorrera de la noche.
Los cangilones de las norias cantaban, desentonados, sus eternan cantinelas,
llenando el aire de ruiditos que él había aprendido a distinguir. Esta es la
noria de los carniceros y esa la de Chencho y aquella la de Tanis, y aquella
otra la de Elías. Había recorrido tantas veces el camino que, a veces, se
entretenía intentando adivinar de quien eran los sonidos. Así el camino se le
hacía más corto. Al llegar a la curva de la cuesta, se asomó un momento a la
fuente donde bebían las caballerías cuando volvían de las tierras. El padre le
había contado que en aquella fuente se ahogó una chica del pueblo a la que
habían matado el novio en la guerra y cuando pasaba por allí le daba una
tiritona y se santiguaba, no fuera a ser que se le presentara la muerta. ” y tu
tío Manuel y yo bebimos agua, cuando la moza estaba debajo, que ya le dije yo a
tu tío que no bebiera, que parecía que estaba un poco revuelta, pero él bebió. Imagínate
si sale p’arriba cuando estamos bebiendo. Nos da un susto que nos mata”
La tierra de
la izquierda le llamaba mucho la atención, porque siempre la sembraban de
girasoles y por la mañana miraban al sol, pero a mediodía, cuando volvían a
casa se habían girado y le daban la espalda. El padre le había dicho que por
eso se llamaban girasoles. Cuando las pipas estaban maduras, casi al final del
verano, algunas veces arrancaba un trozo y se lo iba comiendo por el camino. De
entre los girasoles salió alborotando una bandada
de jilgueros jóvenes, haciendo ondulaciones con sus cuerpos mientas esparcían
sus cantos por el aire fresco y se posaron en unos cardos que había un poco más
arriba a la derecha. Instintivamente echó mano al tirador y cargó una piedra en
la piel de gato, por si cuadraba que se dejaran arrimar, pero los jilgueros
eran muy desconfiados y no dejaban que los humanos se les acercaran a no ser
que estuvieran cantando distraídos entre las ramas de algún espino. Cada vez
que iba llegando a donde se habían posado, levantaban el vuelo y seguían
subiendo y bajando en sus vuelos, un tramo más. Echó a correr para ver de
acercarse antes y entonces notó como de la cesta empezaba a caer un líquido
marronoso, que iba regando el polvo del camino, dejando un regaterillo húmedo
en la tierra reseca…
- ¡me cagüen
todo…! Gritó desesperado. ¡Se ha vertido el café!
Levantó la
tapa de mimbre de la cesta y vio como la tapadera del perol del café
estaba caída y una parte del líquido había ido a parar al plato de
los huevos y el tocino frito y había empapado el pan de café con leche.
- Mi padre
me mata, pensó. Por lo menos es la cuarta vez que me pasa lo mismo. A ver que
me invento hoy.
Y con la
angustia en el alma y la regatera del molino a su derecha, siguió camino
adelante. Los jilgueros, como si se rieran de él, atravesaron el camino y
siguieron riéndose hasta perderse de vista.
- Reíros, reíros,
cabrones, que ya nos volveremos a encontrar cuando no lleve la cesta.
Cuando
llegó a la altura del puentecillo de la gavia del molino, algo que había en el
medio le hizo dar un grito de miedo y un salto, mientras arrancaba a correr
hacia atrás chillando y llorando.
(continuará)
Manuel Pablos
Esto de continuará me deja colgada. Bueno habrá que esperar.
ResponderEliminarComo siempre y para no variar me encantan estos relatos.
Mucha gracias Manuel Pablos.
Un beso a las dos