La Torre 5.
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Los hombres de aquellos tiempos
basaban su existencia, en la riqueza que le podía dar la tierra. Las
expectativas, pocas veces iban más allá
del pueblo y las tierras que alcanzaran a divisar con la mirada. Dicen, “que
los lugares se impregnan de las personas que los habitan”, es posible que
incluso al revés. O que seres y lugares, en momento de necesidad formen un buen
equilibrio y sean capaces de convivir en
armonía, para dar y recibir. El hombre, siempre ha sido capaz de adaptarse a
los caprichos de la naturaleza y aunque también a lo largo de los años ha influido
en ella, nuestros mayores supieron ser pacientes, aplicar mucho sentido
común y confabularse para sacarle el
mejor producto para subsistir. Era una especie de matrimonio de conveniencia en
el que cada uno sabía muy bien hasta donde podía llegar y de donde no podía
pasar. Una simbiosis exacta que llevada a cabo en sus justos términos permitía
la supervivencia de ambos, beneficiándose mutuamente.
Siempre ha habido potentados,
pudientes o medio pudiente, dueños de tierras, a las que cada año les recogían
su fruto. Y también los que no tenían nada. Solo eran dueños del viento que les
quemaba la cara en verano y el frio en invierno, de sueños inalcanzables, de
preocupaciones del día a día; el mañana pocas veces tenía cara. Esclavos de la
necesidad, que se ponían a disposición del amo, a menudo a cambio de cuatro
perras.
Eusebio era de los que no tenía
nada y aceptó arrear ganado, lo mejor que sabía hacer desde muy joven. La Torre
fue el último destino después de pasar por otras fincas, y probablemente a la
que le sacó más partido. La necesidad y los años, le enseñaron a subsistir, a
confabularse con los terrenos que le dejaban pisar, a ser amigo y enemigo de
ella, a quererla y en ocasiones a maldecirla porque, caprichos tenia la
naturaleza. Te podía dar lo mejor de ella
pero también te podía poner en peligro. En el fondo, aceptó con
resignación el destino de su vida y aprendió a amar terrenos que no eran suyos.
A ir por ellos, con caminar ligero y seguro, pasos cortos, agarrando el porro con fuerza, dispuesto en
todo momento no solo a cuidar el ganado, también a arañarle al terreno todo lo
que fuera bueno para los suyos.
A diario recorría la ribera de
arriba abajo, al ritmo pausado de los bueyes mientras pastaban.
Casi al final, una charca más
servía de abrevadero; allí patos y “parras” nadaban libremente con sus crías…
aquellas que hubieran llegado a buen término. Tenía bien controladas las
familias de estos palmípedos y los nidos, con la puesta de huevos, un manjar,
que junto con algún pato, en ocasiones terminaban en la mesa.
Cuando ya se llegaba a las
“Trinideras”, cercanas a los limites con Cardeñosa, había una ciénaga de lodo,
seguramente producida por los regatos la Guadaña y el Santa María y también favorecida por el bajo nivel del
terreno, que acumulaba aguas de lluvias o subterráneas. Era un peligro
constante para los animales ya que, según se decía, si un buey osaba meterse, lo más seguro que no
pudiera salir; era el momento de dar la
vuelta al ganao para de nuevo dirigirse hacia el rodeo, cercano al camino de
negrilla y desde donde se podía avistar la casa.
Situada en una de las partes
más altas de la finca, se divisaba desde casi todos los puntos de la ribera.
Avizora de casi todo el campo que la rodeaba, se erguía majestuosa. Y en tiempos pasados no solo debió
parecerlo, seguro que también lo fue. Era fácil deducir, porque aun quedaban
señales de que la casa había conocido tiempos de señorío, reflejadas en la
decoración de las paredes. Algunas de las habitaciones todavía conservaban
papeles pintados, otras mostraban pinturas, marcando formas de cornisas y
capiteles. Atisbos de un lujo lejano que se conservaron intactos porque,
durante años, estuvieron cerradas a cal y canto. Poco o nada se sabe de las
épocas anteriores de este edificio que puede que tenga alguna historia
interesante.
Mi familia, entró a vivir en ella con especial
ilusión. Era la más grande de todas en
las que habían vivido. Se conservaba en buenas condiciones, el suelo de las
estancias interiores, estaba embaldosado, algo qué para las maniáticas de la
limpieza, era el no va más. Y aquellas que estuvieran deterioradas, pasaron por
las manos de las mujeres para cambiarle el lustre.
Una entrada enorme, precedida
por un portalejo o porche, con el suelo de canto rodado, distribuía al fondo, a
derecha e izquierda, lo que en realidad eran dos casas. Justo nada más entrar,
a cada lado, las puertas de dos habitaciones más, que parecía no pertenecía a
ninguna de las dos estancias, estuvieron cerradas durante años, junto a una
habitación, de la casa de la izquierda que fue la que habitó mi familia. Por
circunstancias que desconozco a pesar de la enormidad de la casa, y la cantidad
de habitaciones que tenia, solo le dieron permiso para habitar la cocina y dos
habitaciones con vistas al corral. Mis padres llegaron ya a La Torre, con seis
hijos. Es fácil deducir que el hacinamiento era importante. Por lo visto
ciertas comodidades, como vivir en
un poco mas de espacio, solo
esto, no estaba destinado para los pobres. La casa no conocía más comodidades,
la luz eléctrica no ilumino nunca
ninguna de las casas, se alumbraban con carburos y candiles de aceite. Al fondo de la entrada, en medio, había una
puerta que daba directamente al inmenso corral.
A pesar de los años que han
pasado nunca entendimos por qué, la obsesión de mantener habitaciones cerradas
sabiendo el número de personas que habían de vivir en ella, máxime cuando ya en
aquellos años, en los despachos del ayuntamiento de negrilla ya se empezaba a tejer un futuro muy distinto
para la finca. Algo que solo conocían unos pocos, nuestro padre no tenía ni
idea.
La madre y las hijas mayores,
arreglaron la casa a su manera para hacerla lo más confortable posible. De
todos es sabido que entonces las cocinas eran el centro de la vivienda; allí no
solo se cocinaba, sino qué se pasaba la
mayor parte del día, de manera que había que tenerla en las mejores
condiciones. Y así, cuando mis hermanas mayores vieron que faltaban unas
cuantas baldosas en el suelo, una de ellas,
buscó por el edificio las que se
necesitaban y haciendo una amalgama con barro y agua se puso a colocarlas. El
padre cuando la vio en semejante menester no daba crédito, y con su media sonrisa
y socarronamente le dijo: “¿Muchacha, tú
estás segura que eso no se va a levantar…?”. Ya se ocuparían de que no se
levantaran, ¡Solo faltaría, que no se pudiera fregar el suelo por unas cuantas
baldosas!
Durante años, las hijas
alentaban al padre para que le pidiera a “los de Negrilla” que les abrieran más
habitaciones… Pero Eusebio era cuidadoso en las formas y el miedo a no
soliviantar al que paga, decidió el momento y las formas para conseguirlo. Y
cuando aumento la familia a diez, con dos miembros más, y después de mucho
rogar, le concedieron abrir una habitación con vistas directamente a la calle.
Aquello fue la alegría de las hijas mayores. Era grande y la convirtieron en su
espacio, no solo como dormitorio, allí pasaban las horas muertas dedicándose a
la costura. Sentadas al lado de la ventana ante una
camilla, también resultado de sus habilidades, veían pasar el tiempo. Era como
el fortín de sus sueños. Por allí pasaban proyectos, anhelos y sentimientos que
ya empezaban a hacer que sus corazones latieran más rápido. A través de
aquellos cristales no solo pasaba la luz necesaria para sus trabajos. Se desata
la imaginación, y el paso de las estaciones frías y duras cobraba otra
dimensión, sintiéndose seguras, mientras sus manos laboreaban piezas de avío
para la familia. Ven pasar su vida y observan con distancia los transeúntes
ocasionales del camino o los escasos visitantes que llegaban a la casa. Aquella
ventana les permitía levantar la cabeza de la labor para mirar con distancia
mucho más allá de las cuatro paredes de la estancia, sentirse satisfechas y dar
gracias por tan poco.
También mientras podían, las
mujeres adornaban con macetas el portalejo y la ventana. Los geranios eran los
que más aguantaban los cambios de tiempo extremo, y cuando empezaban a florecer, Emilia que se había ocupado de ellos se
sentía orgullosa de verlos en plena explosión de belleza. A mi padre, realista,
no sé si por naturaleza o necesidad, este tipo de cosas le parecían pérdidas de
tiempo que no daban beneficio alguno. Pero reconocía que las mujeres se
esmeraban en lo que hacían y no desatendían nada por tener unos cuantos
tiestos. Como la había visto orgullosa con sus geranios, no perdió la ocasión
de hacerla rabiar. Un día al llegar a casa le dijo: “¡Coño los geranios no
pueden estar mejor para que se los coman las cabras! luego las acercaré”. “¡Ni
se le ocurra”!, le dijo. Pero mi padre,
si hacia una broma la llevaba al límite y
cuando salió para dirigirse a su trabajo, recogió las cabras que
pastaban por los alrededores de la casa y las arreó hacia los geranios. Las
cabras rápido se dieron cuenta del nuevo festín, y con alegría y paso rápido marcharon
hacia la adornada puerta. Mientras, él, se dirigía a la ribera sabiendo que al
ruido de los cencerros las hijas saldrían corriendo a salvar el pequeño jardín.
Y así fue. Aunque todavía les dio tiempo a comerse algunas hojas. Me lo imagino
caminando de espaldas a la casa yendo hacia
la ribera, escondiendo la sonrisa y oyendo las voces de las hijas
espantando las cabras. Había conseguido lo que quería, alborotar aunque fuera
por un momento la quietud que se respiraba, sacarlas de su refugio a toda
prisa, seguro que dejando las labores de
cualquier manera sobre la mesa, para
salvar los geranios. Eran pocos los momentos que podía compartir con ellas y la
forma que tenía de salpicar sus vidas y hacer patente esa parte de su carácter
que en aquellos tiempos prodigaba poco.
María Calzada.
CONTINUARÁ…